Aunque se haya hablado sobradamente, en buena medida desde la más profunda y grata ignorancia, del auto del Tribunal Supremo del jueves pasado, creo que hay que resaltar algunos puntos algo pasados por alto.

El rasgo común de estos puntos es la humillación. Desde un inicio, el fiscal Maza dejó entrever que, si había una especie de arrepentimiento, una especie de renovación del juramento constitucional, habría misericordia con los cargos legítimos de la Generalitat de Catalunya descabalgados por una aplicación inconstitucional del artículo 155 de la Constitución. Tal y como se ha visto, de esto, nada. Los fiscales mantuvieron para Forcadell, a pesar de las declaraciones ante el juez instructor del Tribunal Supremo (TS), las mismas peticiones que sus colegas de la Audiencia Nacional (AN).

En todo caso, desde el principio y como postulado del africanismo —atravesado de rancio y fundamentalismo católico en machamartillo—, hacía falta el arrepentimiento público, en la picota, de todos los inculpados para intentar la vía unilateral, pero pacífica, de la independencia. No solo no hay ni habrá, cuando menos a corto plazo, diálogo político, sino que, para salir de los procesos judiciales con cierta (?) indemnidad, hace falta la humillación de los que, sin haber cometido los delitos que se les imputa, se encuentran sometidos a procesos penales y encerrados. Después, si el régimen tiene ganas, si está de humor y si las elecciones le son favorables, aflojará... o no. Sin embargo, antes de nada, la humillación.

La foto era el ingreso (y la posterior salida) de Carme Forcadell de Alcalá-Meco. El precio, muy alto: cavar más y más el cementerio sentimental que aleja Catalunya de España

A esta humillación se ha conjurado también parte del Poder Judicial. Ahora la clave jurídica del Estado español, como anunció el presidente del Consejo General del Poder Judicial en septiembre, es la unidad de España, no la ley. La unidad de España ha pasado de ser un legítimo objeto de protección jurídica, a fuente de toda la legitimidad de la acción política, la judicial incluida —cuando menos, esta última, en parte.

Una inversión que nos lleva a oscuras tinieblas. Entre otras cosas porque, leídas y releídas las resoluciones judiciales que llueven sobre Catalunya, el hecho de ser independentista, mostrarlo e intentar poner en marcha esta ideología es, en el fondo, un delito. Lástima que estos hegemónicos y poco democráticos custodios (o carceleros) de la unidad de España pasen de largo o no conozcan las sentencias, algunas de bien recientes, del Tribunal Constitucional: España no es una democracia militante. Es decir, cualquier precepto de la Magna Charta se puede modificar; otra cosa es que políticamente se pueda; jurídicamente, sin embargo, esta puerta está abierta. Y quien tilda el independentismo de criminal es, de entrada, un mal español, dado que va contra su constitución.

Desde hace algún tiempo, a causa de este cambio institucional de paradigma es imposible hacer predicciones con el derecho en la mano sobre lo que puede pasar, lo cual va contra un principio esencial del estado constitucional de derecho: la seguridad jurídica.

Y ahora, encima, se añade la humillación. Ya no hay satisfacción con el hecho de que caiga sobre los encausados el retórico, pero real, peso de la ley, ya que para la comisión de delitos que no existen más que a las querellas y resoluciones judiciales. Se exigen, además, requisitos que, por incompatibles con un mínimo estado de derecho, no figuran en la ley: abjurar de los propios ideales y declarar acatamiento a la legalidad vigente. Por más inri, la legalidad es entendida como complace y conviene a los intereses de los cabecillas del régimen, que no son otros que mantenerse en el poder indefinidamente, y no importa ni el coste ni el precio.

La exigencia de estos actos de fe, como en la Inquisición, contraviene los anclajes democráticos más elementales y hace que, se manejen los índices democráticos que se quieran, confeccionados por presuntos expertos que parece que no conocen ni la realidad política ni judicial española, la calidad democràtica disminuya. Sólo una lectura rápida de los cuatro informes GRECO, que se vienen haciendo desde el año 2000, los iluminaría lo suficiente.

La guinda de este pastel contrario a los derechos fundamentales que presiden la misma Constitución española ha sido la forma con que Carmen Forcadell ha obtenido la libertad provisional.

De los seis comparecientes ante el juez instructor del TS, uno quedó en libertad (imputado, pero en libertad); cuatro más quedaron en libertad provisional con una fianza de 25.000 € —cantidad a depositar en un plazo de siete días como máximo—, y la presidenta Forcadell se vio sometida a una medida inversa: prisión provisional eludible con fianza de 150.000 €. Eso quiere decir que si no se quiere ingresar en prisión hay que abonar dicho importe; mientras no se abone, se pierde la libertad.

Se podría admitir —que ya es mucho admitir— la diferencia de trato en cuanto al importe de las fianzas. Lo que no se puede admitir de ninguna de las maneras es que sin justificación se imponga una medida diferente a unos y a otra, con el resultado de tener que ir forzosamente a parar entre rejas. Decretar una fianza de 150.000 € a las diez de la noche demuestra una clara intención de encarcelamiento.

En efecto, por una parte, la ley prohíbe, salvo estrictas medidas de seguridad, llevar este importe encima. ¿Qué se habría dicho si la presidenta, al recibir el auto del juez de instrucción, abre su bolso, saca un fajo de billetes de 500 € y empieza a contar hasta 150.000 €? Imaginen el espectáculo y las consecuencias. Por otra parte, no hay oficinas bancarias abiertas para retirar este dinero o confeccionar un cheque bancario. Y lo que no es menos importante: ¿está abierta a esta hora la oficina de consignaciones del TS? O sea, blanco y en botella.

La foto era el ingreso (y la posterior salida) de Carme Forcadell de Alcalá-Meco. El precio, muy alto: cavar más y más el cementerio sentimental que aleja Catalunya de España, cavado a velocidad supersónica por una dirigencia española que entre sus múltiples defectos no tiene el de la inteligencia. Y una losa que lastra el estado de derecho: la sospecha permanente que, en algunos supuestos clave, más que separación de poderes, hay una tóxica convergencia de poderes.