El independentismo en Catalunya de siempre ha sido un movimiento sin un partido o un liderazgo hegemónico. Esta escasez dificulta enormemente la tarea política, sea la que sea, ya que hay demasiadas locomotoras, diferentes tipos de vagones intentando circular simultáneamente sobre diferentes anchos de vía. Es más un ejército de Pancho Villa que unas ordenadas legiones romanas.

Inmersos como estamos en la persecución de la independencia, esta incoherencia, inusual en movimientos análogos que han triunfado o casi, no podía producir un final de acto ―no de la pieza― diferente del que se nos ha brindado.

A pesar del éxito en los comicios del 28-A y del 26-M, salvo el Ayuntamiento de Barcelona ―fruto de la multiplicidad y personalismos de siglas independentistas―, el acceso a instancias de poder local no se ve. El caso de los diputados y senadores en Madrid es diferente: tiene otras causas y otros remedios, que se pueden analizar por separado, en otra ocasión.

El independentismo ha perdido el Ayuntamiento y la Diputación de Barcelona. Los números son los que son. Lo son para todos. Ha faltado agilidad política y han pesado personalismos y rabietas. Es igual de quién fue la primera culpa: no nos pondríamos nunca de acuerdo y no aportaría ninguna luz al debate ni a una posible solución inmediata o de futuro.

El gran tema es por qué allí donde los independentistas podían sumar, en los órganos de poder local, no han sumado como independentistas y han hecho coaliciones, legítimas, pero incoherentes con la lucha independentista.

En primer lugar, dentro del mosaico soberanista, la hegemonía ha cambiado de manos. De Convergència a Esquerra, en parte debido a la metamorfosis de los convergentes, que entre corrupciones, reconstrucciones permanentes y liderazgos emocionales, no son una marca atractiva. Al convergencionismo se le ha sobrepuesto el pedecatismo: muchos cargos orgánicos han hecho el traspaso de una estructura anulada a una nueva.

La sucesión de partidos no es en sí misma mala. Lo serán los motivos, si no se hace limpieza y se sigue identificando a los nuevos con los viejos. Lo realmente relevante, según mi opinión, reside en el 155: ha tenido efectos demoledores sobre todos. También sobre el PDeCAT, pues el que formalmente era su líder lo fue porque era el líder de una coalición, Junts pel Sí, que el 155 decapitó, dando paso a una agrupación personalista, construida sobre bases pedecatistas, bajo la égida de Puigdemont, president expoliado. A esta estructura se le ha querido incorporar, sobreponer o apuntalar con Junts per Catalunya y los fracasos de la Crida y de la Casa de la República.

El gran tema es por qué allí donde los independentistas podían sumar, en los órganos de poder local, no han sumado como independentistas

En este contexto, y más a nivel local, el PDeCAT, con fuerte implantación territorial, tenía que resurgir. No ha sido nada extraña esta especie de vuelo de ave fénix. El poder territorial requiere una fuerte estructura de servicios y prestaciones. La Diputación es una de las fuentes. Por lo tanto, la batalla para recuperar protagonismo ―de incierto futuro, todo sea dicho― estalló.

Tanto si se presenta como respuesta a los casos más llamativos de Sant Cugat o Figueres, como si se presenta como una nueva estrategia, la realidad institucional generada ha indignado a la mayoría del independentismo, incluso a una buena porción de los propios militantes partidistas. No menos grave es que resulta indescifrable si la respuesta a Esquerra es del PDeCAT, de JuntsxCat, o de quién. Demasiados sombreros y demasiadas cabezas.

Podríamos empezar una discusión tediosamente alambicada. Partiendo de la base que Esquerra tampoco ha sido de lo más lucido ―y alguna explicación haría falta que dieran―, lo que nadie ha explicado ―seguramente, porque no es fácil destapar vergüenzas― es por qué no se ha elegido como alcalde en todos y cada uno de los municipios al candidato de la lista independentista más votada. Porque la cosa iba también, en las elecciones locales, de ir ganando municipios y otras instituciones para la independencia.

Se gana, por encima de todo, con buen gobierno. Es un derecho fundamental europeo, recuerdo, y la construcción de la República tiene que dar ejemplo, empezando por no olvidar a los ciudadanos, todos. Vamos mal cuando no se puede explicar lo que ningún ciudadano sensato entiende.

Cierto que el independentismo está desorientado. Y con la sentencia todavía lo estará más. Y más todavía con la represión que sigue imparable. Cierto es que quizás ha llegado el momento de parar, pensar, volver a pensar, respirar, pensar más todavía y hacer reflexionar en público sobre los errores cometidos. Tanto el tengo prisa como haber reconocido que se iba de farol son quizás los más visibles; quizás, sin embargo, no los más importantes. Repito: parar, pensar, volver a pensar, respirar, pensar más todavía.

Pero lo que no se entiende es pactar con quien no tiene ningún problema en considerarte un sujeto peligroso. Lo ha explicitado el presidente en funciones Sánchez a Unidas Podemos: ¿estarían con un gobierno que aplicara el 155? Este horizonte, por lo visto, no es algo remoto.

Así pues, no puede haber, hoy por hoy, más que estupor.