Era previsible. Por mucho que aprieten, la España marianista y sus aliados no pueden reducir Catalunya a lo que ellos querrían: una provincia asimilada a su concepción de una España uniforme, gobernada desde Madrid con pocas más competencias que las que tenían los presidentes de las diputaciones para hacerse, por ejemplo, una autovía para ir a su casa, los juegos florales, representaciones de la Passió y de los Pastorets y, ahora muy especialmente, volver a la emisión en catalán desde Miramar.

El 21-D fue, sin embargo, la tercera derrota autoinflingida por el propio marianismo: abandono de Catalunya el 17-A, el no referéndum del 1-O, que todo el mundo vio y en él algunos recibieron de lo lindo. El 21-D se desnudó el mito: se vio que ni con mayoría silenciosa ni silenciada el centralismo más obtuso tiene opciones de gobernar o determinar desde Barcelona la vida política catalana.

Por la otra parte, la catalana, un David escurridizo, practica la guerra de guerrillas (con letrados, eso sí) que ya describía el año 49 a. C. Julio César en De bello civili (Sobre la guerra civil), refiriéndose a los antepasados de los actuales leridanos y ebrenses, los ilergetes. Esta forma de negarse al sometimiento perdura. Por las malas, poca cosa; por las buenas, encantados de la vida.

Ahora —ya desde un in crescendo desde junio del 2010— volvemos a estar de malas. Pero atascados. Impedido el marianismo de bombardear Barcelona —en alguna cosa se tiene que notar el progreso—, la resistencia pacífica y legal de la mayoría parlamentaria, consecuencia del voto ciudadano, también se ve impotente para superar la asfixia centralista, ahora el 155.

Encima, como no suele ser infrecuente, en el campo catalán se libran dos batallas —perdón por las referencias bélicas—. Una, para encontrar una salida al actual callejón sin salida, sea prosiguiendo con una república non nata, pero intentada o con otras fórmulas de relación con España que no sea la meramente autonomista. Otra, entre los catalanes mismos —hechos de febrero del 2018, los podríamos denominar—: legitimistas contra realistas (a pesar de los términos, nada que ver con ningún tipo de monarquía). Con esta eterna, cuando menos latente, división es difícil poder dar una salida al empate crónico.

Forzar la ley para desmenuzar la separación de poderes o cargarse el principio de legalidad o utilizar la fuerza física desproporcionadamente contra gentes de comportamiento pacífico permite ganar las primeras batallas. A medio término no es nada segura su eficacia

De todos modos, este empate tiene otra versión: la impotencia del marianismo. Abandonada, por lo que se ve, la política como actividad por ser algo, se diría, contra naturaleza, un vicio nefando, un pecado moral, vaya, no queda más que la guerra por el derecho, el lawfare. En palabras del general Dunlap, se trata de hacer la guerra con las armas de la ley.

Quizás el lawfare fuera bien a los estrategas post 11-S para justificar la Segunda Guerra de Iraq, Guantánamo o el waterboarding (una especie de ducha a la cabeza del prisionero colgado de los pies). Forzar la ley para desmenuzar la separación de poderes (como acreditan informes independientes) o cargarse el principio de legalidad (como se abre paso entre operadores también independientes) o utilizar la fuerza física desproporcionadamente contra gentes de comportamiento pacífico (también constatadas sobradamente) permite ganar las primeras batallas. A medio término —no digamos a largo— no es nada segura su eficacia.

Quien así actúa piensa que con estas tácticas desmoralizará al contrario y lo acabará, aunque sea por aburrimiento, doblando. De momento no es así y alguna cosa perciben algunos miembros de las cohortes políticas y mediáticas cuando tímidamente piden una solución política o, como les resulta más fácil, acostumbrados como están a no hacer política de verdad, se dedican a insultar, desacreditar y descalificar.

Algún estratega monclovita o de los alrededores del poder marianístico creyó que aplicando la pinza anti-Ibarretxe se acabaría el problema. A pesar de todos los tópicos, el nacionalismo vasco tuvo menos recorrido y menos capacitad de tensión que el soberanismo catalán. Sea como sea, al Plan Ibarretxe lo hicieron quedar como one man show —lo que ni es verdad ni es muy lúcido—, pero sobre todo, surgió dentro de un conflicto armado, con más de 800 asesinatos y todas las secuelas que conocemos.

Nada de eso pasa en Catalunya. El independentismo no fue una idea alocada ni de Mas ni de Puigdemont. Nada de one man show. Y los catalanes han huido siempre de la violencia como gato escaldado del agua hirviendo.

Todo va calando en las filas del marianismo, aunque de forma inconsciente. Les produce un malestar, un enfado, un malhumor, de origen inespecífico. Los síntomas son una revuelta primaria, rupestre incluso. Insultos, descalificaciones personales e intelectuales, insidias de todo tipo, atribución de asuntos personales, algo insólito en la política española, vuelven a ser moneda usual en boca y pluma de políticos, tertulianos y sicarios profesionales o forzosos. Como el caso de un sujeto inadmitido en el decorado en la Universidad de Yale que tilda de insuficiente el doctorado real y existente... por Harvard de una posible candidata a la presidencia de la Generalitat. Cinismo, estulticia y nada de política.

A pesar del empate, alguna cosa no se hace del todo mal por estas regiones. Vuelven a despreciar, denigrar, escupir. Ladran, luego cabalgamos.