Sucedió la madrugada del sábado en un polígono industrial de Llinars del Vallés, pero podría haber sucedido la semana pasada o será la próxima en cualquier ciudad catalana. Porque empieza a ser muy habitual. Demasiado. Un grupo de jóvenes que hacían botellón se enfrentaron a la policía que quería desalojarles y finalmente fueron ellos quienes desalojaron a los uniformados. Y no, me temo que eso de los botellones no va de abrir o no eso que ahora le llaman "el ocio nocturno" porque antes de la COVID ya había botellones. Y cuando los locales vuelvan a abrir, seguirán existiendo. Porque el botellón ya es una forma más de ocio y de socialización para miles de personas, básicamente muy jóvenes.

La novedad es la violencia contra la policía en el momento de echarlos del lugar donde están. Al principio hechos menores y aislados, pero poco a poco, fin de semana a fin de semana, la cosa ha ido aumentando. Y en más lugares. ¿Hasta dónde llegará? Nadie lo sabe, pero entre los cuerpos policiales empiezan a preocupar estas situaciones. Porque saben que el problema no es el botellón sino que el fenómeno del botellón existe como reflejo de una serie de circunstancias sociales que la pandemia han agravado. Son fruto de una realidad que, como todas, se cuece a fuego lento y que acabará manifestándose.

Empezamos a tener banlieues. Nos guste o no. Lo queramos reconocer o no. Nos apetezca afrontarlo o no. Y lo sabemos porque el fenómeno que empieza a sacar la nariz es reconocible. Porque ya se ha producido en otros lugares. No seré yo quien ahora diga cuáles son las causas ni cuáles son las soluciones porque no soy experto, pero vuelve aquella frase que ya inventaron los punks de mediados de los años 70 del siglo pasado: no futuro. Y cuando no hay futuro, suceden cosas y hay consecuencias. Y no se solucionan con más policía actuando más agresivamente, que es el remedio que se acostumbra a recetar desde planteamientos superficiales.

Hablando del riesgo extremo de incendio forestal existe la regla de los tres treinta: temperaturas superiores a 30 grados, vientos superiores a 30 kilómetros por hora y humedad relativa del aire inferior al 30%. Cuando se dan estas tres condiciones, sólo la suerte puede evitar el fuego. En muchos barrios de nuestras ciudades tenemos tres treintas sociales que empiezan a quemar pequeños matorrales aislados. A ver si algún día habrá un incendio y entonces todo el mundo se exclamarà. Será cuando hagamos ver que descubrimos que tenemos un problema y entonces abriremos grandes debates sobre las causas y las soluciones, pero el bosque ya estará quemado. Y, según cómo, las urbanizaciones que había dentro, también. Y el bosque de al lado estará a punto para la combustión.

Pero es que, además, en este caso hay que sumar otro factor 30 que lo convierte todo en todavía más inflamable: la ultraderecha. En situaciones de grave crisis como ahora, y como hemos visto en otros momentos de la historia, este tipo de movimientos tienen terreno abonado para desarrollarse. Por lo tanto, la pregunta es evidente: ¿alguien piensa hacer alguna cosa? Porque los incendios, los sociales también, empiezan a apagarse en invierno. Y exclamarse sentado en las cenizas de lo que fue, es muy poco práctico. Y demasiado deprimente.