Ayer en una cena con ocho personas, nadie había visto la serie esta de esto del calamar, pero todos habíamos oído hablar de ella. Y, incluso, fueron expresadas opiniones sobre el contenido. Eso sí, basadas en comentarios cogidos al vuelo en grupos de familiares y amigos y en los medios de comunicación. Porque resulta que radios y televisiones se han pasado media semana hablando con expertos del efecto que la violencia que hay en la serie tiene entre los adolescentes. Bien, y los no tan adolescentes. Sobre todo por debajo. Porque niños y niñas menores de 10 años están consumiendo un producto que cuando yo era pequeño (y eso ya hace muuuchos años) era de dos rombos.

El fenómeno denominado "El juego del calamar", una serie que pasa Netflix, me aparece por todas partes. Como meme, gag de humor, fenómeno social, análisis reflexivo, e incluso amenaza con ser el disfraz que triunfe durante este "Jalogüing" que ya llega. Servidor de usted, que es boomer entre los boomers (como ya ha quedado claro con lo de los rombos) no ha visto la serie. Y no tengo previsto hacerlo, a pesar de que debería porque el trabajo de quien intenta entender qué sucede en el mundo pasa por mirarse qué sucede en el mundo. Pero vivimos en un estado opinativo donde nos atrevemos con cualquier cosa sin saber -vaya, como hemos hecho siempre-, y eso me permite ahora mismo hablar del "calamar" pero sin mencionar nada del contenido y haciéndome/haciéndole dos preguntas: 1/ ¿Si no miro la serie, paso a ser un marciano? y 2/ ¿Si digo que no tengo interés en mirarla, estoy haciéndome el interesante y el exclusivo?

"¿Todo el mundo ha visto el calamar y tú no?", es una exclamación que ya me he oído decir más de una vez los últimos días. Bien, defíname "todo el mundo" y hablemos de esta viralidad de las cosas que nos obliga a consumir un producto audiovisual -o decir que lo hemos hecho sin que sea cierto- para no quedar como unos marginados sociales. ¿Hablamos de la presión para que consumamos lo que consume el grupo al que pertenecemos? Pues mire, ninguna novedad. Eso está inventado hace siglos y es lo que toda la vida le hemos llamado "ir a la moda". Y negarse a finales del primer cuarto del siglo XXI a seguir las tendencias; sea en el vestir, en el peinado, en el consumo es exactamente lo mismo que nuestros abuelos diciendo: "¿Si es moda llevar una tortilla en la cabeza, tú te la pondrás"?. Porque al final, opinar de esto del calamar por lo que oímos decir y no por lo que sabemos realmente, también está muy inventado. Repetimos los debates, nos creemos muy modernos, pero en esencia acabamos haciendo lo mismo que siempre hemos hecho. Eso sí con otras plataformas. Y ahora parece que descubramos la sopa de ajo.

Nos impactan las mismas cosas y nos siguen sorprendiendo las anécdotas. La diferencia es que la mujer barbuda o aquel "telefilme" de López Vazquez que se llamó La Cabina, han sido sustituidos por el pedo de Caldea, por las setas del techo del vagón de Rodalies y por el famoso calamar.

Cada día recibimos más noticias y más impactos que nuestros bisabuelos en cinco años. Consultamos permanentemente el móvil en busca de un nuevo estímulo. La información es como una caja de palomitas, nos comemos las noticias una tras otra sin inmutarnos y acabamos aburridos por saturación. Pero seguimos consumiendo frenéticamente. Hasta que llega lo que toda la vida nos ha interesado de verdad, la anécdota, la banalidad que realmente nos llama la atención. Y acabamos haciendo lode siempre. Y hablamos de pedos y miramos series violentas -o decimos que las hemos visto- y abrimos debates sobre "¡la virgen como está el mundo!". Como en 1848 en Mataró se miraron con estupor la llegada de una cosa denominada ferrocarril en forma de monstruo de hierro expulsando humo. Seguimos allí mismo.