Preocupado por el auge del partido de Nigel Farage en las elecciones locales, Keir Starmer acaba de anunciar un endurecimiento de las políticas de asilo y recepción de migrantes en el Reino Unido. Las medidas pasan por ampliar de cinco a diez años el tiempo de residencia a la hora de lograr un visado, exigir un título universitario a los trabajadores cualificados y pedir a todo quisqui un nivel de inglés casi shakespeariano. Pero los detalles del viraje quedaron desdibujados porque el premier los remachó con uno de esos sintagmas que, antes de expulsarse de los labios, han pasado por la sesera de una setentena de asesores, spin doctors y demás fauna. De no poner más exigencia en la entrada de recién llegados, dijo, el Reino Unido podía correr el peligro de convertirse en una "isla de extranjeros". Evidentemente, tanto la progresía del propio partido como la de todo el continente se ha apresurado en convertir al político laborista en poco más que un protonazi.

Contrariamente al lugar común, yo diría que Starmer ha sido de los primeros políticos progresistas en ofrecer una alternativa real al paternalismo de izquierdas con la inmigración, basado únicamente en el sonsonete del "queremos acoger". Poco importa que el primer ministro se haya visto obligado a ello por las circunstancias; la clave del asunto es que la izquierda vuelva a espabilarse cuando se habla de hacer pervivir la identidad nacional. Servidor es de talante liberal, y está tremendamente a favor de promover la libre circulación de personas y objetos por todo el mundo; no obstante, a su vez, me parece una tontería que podamos charlar libremente sobre el impacto de los expats en el Gótico, con respecto a los alquileres y la fisonomía de los barrios, o alarmarnos cuando mandadas de alemanes colonizan Mallorca con su horterismo estético (y áspera fonética) mientras callamos como rameras cuando el idéntico debate entra en el ámbito estatal-nacional.

Por una vez, situémonos en un saludable término medio. Tengo que decir que posturas como la de Aliança Catalana, que acusan a los inmigrantes de ser los responsables de una sustitución cultural, me parece cobarde y falsaria. Durante los años noventa, en la época del boom inmobiliario y tiempo después, la mayoría de inmigrantes llegaron a Catalunya como mano de obra no cualificada, una simpática expresión que se suele utilizar para no decir "el trabajo que nosotros no queremos hacer". La mayoría de inmigrantes no vinieron solo por iniciativa propia, sino llamados a viva voz por un empresariado tremendamente ávido de pasta y de ladrillo. La mayoría de emigrantes que llegan a nuestro país se sitúan en el mismo patrón, con lo cual me atrevo a considerar de un cinismo catedralicio hacerles responsables de cosas tan diversas como la inseguridad ciudadana o del hecho que nuestros hijos no lean a Rodoreda.

Dicho esto, tampoco me parece ninguna barbaridad que los países de acogida quieran preservar su identidad (en nuestro caso, básicamente la lengua) a base de exigir a los recién llegados una serie de parámetros que, a su vez, les harán la vida más fácil cuando desembarquen en un lugar como Catalunya. Starmer puede estar pasándose de frenada o rascando votos del centroderecha, pero, en un contexto en el que a uno nacido en nuestro país se le exigen dieciocho idiomas y trescientos másteres para hacer de conserje, tampoco considero una barbaridad exigir que la inmigración (legal, of course) acredite sus estudios o se le pida alcanzar un nivel medio de la lengua del país de acogida. Los países nunca han preservado su identidad a base de hacerse los simpáticos y jugar a la ruleta de la multiculturalidad, sino poniendo límites entre la apertura de miras y algunos signos de convivencia que no tienen que ser negociables ni abiertos a la eterna discusión.

Ahora que todo el mundo está preocupado con la mandanga de luchar contra la ultraderecha con proclamas de patio de escuela, diría que Starmer nos ha regalado un buen primer paso; a saber, exigir a los recién llegados una parte bastante ínfima de lo que se nos pide a nosotros como ciudadanos. Sin coacciones y con toda la amabilidad que haga falta, faltaría más. Pero sin renunciar a una identidad y un bienestar que es, en el fondo, lo que han venido a buscar los inmigrantes dentro de nuestra pequeña isla. Pequeña, pero nuestra. Que puede ser de todos, vaya. Pero nuestra, al fin y al cabo.