Uno de los souvenirs más populares era una diana con la cara del Ayatolá Jomeini al servicio de cualquier niño que se quisiera divertir con unos dardos o una escopeta de balines. El juguete, por llamarlo de una manera amable, lo vendían en la tienda de Universal Studios en Los Ángeles en unos momentos, 1979, donde Jomeini ya había sido declarado el enemigo número 1 de los EE. UU. después de la revolución impulsada por los contrarios al Sha de Irán y que acabaría enviando al exilio a todos los miembros de la dinastía Pahlavi. El derribo del régimen significó el retorno de Jomeini, el dirigente espiritual más importante de los chiíes, cuya huella era socialmente tan perceptible que fue declarado Líder supremo de Irán después de haber convertido el país en una República Islámica tutelada por una constitución teocrática. Para los EE. UU., la caída del Sha significó la pérdida del control de la zona y, para occidente, la conversión de un país controlado por unos oligarcas de costumbres occidentalizadas en el epicentro geopolítico del fundamentalismo islámico.
Curiosamente, este clérigo fundamentalista que con su fanatismo religioso estaba destruyendo cualquier síntoma de modernidad en Irán, había recibido, durante su exilio en París, un trato de favor por parte de la izquierda europea. El Sha había ejercido un poder feroz con el beneplácito de los EE. UU. y la izquierda esperaba que Jomeini abriera las ventanas de un país podrido de corrupción cuando volviera a Irán. La sensación de fraude fue casi instantánea y, una vez más, la izquierda pecó de ingenua. Para los norteamericanos, Jomeini no solo tenía el control de una zona que ellos consideraban geopolíticamente suya, sino que mantenía retenidos a 52 diplomáticos de la embajada norteamericana de Teherán que había convertido en rehenes después de que fuera ocupada, el 4 de noviembre de 1979, por los llamados Guardianes de la Revolución.
Así, cuando llegamos mis padres y yo a los EE. UU., la crisis de los rehenes estaba en plena ebullición y a Jomeini lo habían convertido en la cara visible de una diana donde el dardo o el balín disparado en la frente por un niño cualquiera valía diez puntos.
Sadam Huseín, Muhammad al Gadafi, u Osama bin Laden, son eslabones de una cadena que justifica la supervivencia de los EE. UU., desaparecido el enemigo soviético, la patria necesitaba nuevos horizontes para no morir de inanición existencial
Y como antes de Navidad, en la escuela, habíamos celebrado el "amigo invisible" y yo no había podido asistir porque estaba volando hacia Los Ángeles, decidí comprar la diana a la más invisible de mis amistades, que resultó ser Quim, hijo del gran pintor Hernández Pijoan y que ahora vive felizmente en Australia. Lo cierto es que a Quim el regalo le hizo mucha ilusión por extravagante, en un país, España, donde las extravagancias iban a los toros vestidas con minifalda, las tonadilleras declaraban su nostalgia por el Generalísimo, los socialistas vestían americanas de pana y la Constitución se había redactado con la punta tintada de los sables de los militares que controlaban los destinos de la piel de toro. En aquellos años y en aquella escuela, los niños estábamos sumamente politizados por unas familias catalanistas que cargaban hacia la izquierda o hacia la socialdemocracia convergente y Jomeini no era visto como un enemigo del pueblo. Ser antiamericano era casi una marca de fábrica, como lo era ser antiisraelí después de la Guerra del Yom Kippur, bautizada también como la guerra de los Seis Días. Y un pequeño inciso dedicado a los periodistas equidistantes con la tragedia de Gaza: no estábamos en contra de los judíos, sino del sionismo expansionista de Israel.
Más de cuarenta años más tarde de la subida de Jomeini, con el Ayatolá ya enterrado al lado de su hijo Ahmad en el Mausoleo que lleva su nombre, dudo de que Alí Jamenei, el actual Ayatolá, se haya ganado un lugar de honor entre los souvenirs destinados a educar el odio de los niños hacia los enemigos del imperio. Desde que Jomeini fue nombrado Líder Supremo de Irán, los enemigos merecedores de una diana han aparecido y desaparecido como lo hacen las pústulas en la piel de la historia. Dictadores que fueron útiles e inutilizados posteriormente como Sadam Huseín, enemigos de larga duración como Muhammad Al Gadafi, o amigos descarriados como Osama bin Laden, son eslabones de una cadena que justifica la supervivencia de los EE. UU., desaparecido el enemigo soviético, la patria necesitaba nuevos horizontes para no morir de inanición existencial. Evidentemente, no estoy de acuerdo con la brutalidad de Huseín, Gadafi o Bin Laden, pero muertos los perros, la rabia continúa fulgente en unos territorios que malviven decapitados y abandonados de la mano de Dios. La situación de Libia, de Iraq o del mismo Afganistán no es mejor que cuando los norteamericanos quisieron convertir la zona en un campo de pruebas de sus perversiones ideológicas.
Ahora, el Irán de Jamenei vuelve a merecer la atención militar de los EE. UU. con la alianza de Israel, con la duda de quién es el huevo y quién es la gallina. A diferencia de 1979, hoy en día no hay que disimular las finalidades y se puede lucir la impunidad como lo haría un supremacista psicopático. Y toda esta impunidad hace que se pueda decir, sin complejos, que "todavía no tengo decidido si matar o no a Jamenei". Es una impunidad de criminal de guerra, como lo era aquella mentira sobre las armas de destrucción masiva, y que deja a la gente como yo, que no tiene una especial estima por el fanatismo islamista, absolutamente descolocada. Si decimos que Israel está perpetrando un genocidio con los palestinos, somos antisemitas; si estamos en contra de iniciar una guerra con Irán, estamos a favor del régimen teocrático y misógino de Jamenei; si decimos... Desgraciadamente, la historia la escriben los ganadores y estos tienen, generalmente, muy mal perder, como demuestran, ahora sí, ahora no, unos EE. UU. que están perdiendo la hegemonía ante los poderes emergentes.