A toro pasado, todo el mundo es profeta. Los barrios pobres, los suburbios, las banlieues, de París, Marsella y Lyon vuelven a quemar, al igual que quemaron en otoño de 2005. Algunos desean ver diferencias entre ayer y hoy, pero, en realidad, no hay muchas. El 27 de octubre de 2005, la violencia se extendió por los barrios sensibles de los municipios de Montfermeil y otros barrios de Seine-Saint-Denis (el “9,3” como se denomina en el lenguaje corriente), después de que dos jóvenes de Clichy-sous-Bois se electrocutaran con un transformador de alta tensión, donde se habían refugiado huyendo de la persecución policial. Esta vez, la violencia se ha extendido a raíz del asesinato, ya que no se puede llamar de otra manera, de un joven magrebí a manos de la policía en un control policial. En noviembre de 2005, los disturbios afectaron trescientas ciudades francesas. Creo que nos equivocaríamos si quisiéramos explicar el estallido suburbial actual por la promulgación en 2017 de una nueva ley de seguridad que amplió el uso de las armas de fuego por parte de la policía. El desencadenante de una rebelión puede ser un suceso ocasional, pero las causas son más complejas.
Dado que en realidad no sabemos cómo explicárnoslo, nos quedamos en la anécdota. En lo que resulta más evidente, sin llegar a experimentar el dolor constante de una juventud que se siente desamparada. En 2005, las crónicas de los hechos destacaban el método mediante el que los sublevados se mantenían en contacto para levantar una barricada aquí y otra allá y así poder esquivar a la policía, o bien para asaltar un centro comercial o una armería. ¿Cuál es la relevancia de que los jóvenes de hoy en día usen Telegram, Instagram, Twitter o Snapchat para comunicarse y organizarse? Las redes sociales son hoy un medio que conecta a personas de todos los lugares, a veces de forma anónima, y sirven para expresar todo tipo de ideas, aunque ninguno de los usuarios de estas redes pueda evitar el control, en primer lugar, de los gestores o los amos de esas redes. Por ejemplo, Elon Musk, el dueño de Twitter, ya ha anunciado que los usuarios que no paguen solo podrán ver seiscientos tuits cada día, mientras que los que paguen, los usuarios de Twitter Blue, podrán tener acceso a seis mil tuits. Musk justifica este control de la red del pajarito con argumentos empresariales, pero, en realidad, va más allá. Su intencionalidad política es evidente. Tanto como lo fue la aparición y desaparición del Tsunami Democrático en Cataluña en octubre de 2019.
Una única cuenta de Telegram logró movilizar a miles de jóvenes independentistas, quienes ocuparon con celeridad el aeropuerto de Barcelona, antes de que los convocantes los frustraran con una enigmática, y también rápida, desaparición. No fue necesaria la intervención de la policía para detener a los manifestantes, especialmente jóvenes, debido a que los propios líderes desactivaron el movimiento. Esta es la diferencia principal entre lo que ocurre en las banlieues francesas y lo que ocurrió con el movimiento del Tsunami Democrático. En el primer caso, la espontaneidad es más real que en el segundo, pero en ambos casos se puede agrupar el descontento con efectividad. Los políticos franceses confiaban en que la mafia marsellesa de las drogas parara la rabia de los jóvenes magrebíes, así como los responsables del Tsunami, que no eran otros que los partidos del procés, desmovilizaron el independentismo con sus pactos secretos con el Estado. Esta es la otra gran diferencia entre lo que ocurre en Francia y lo que ha ocurrido en este país, incluso cuando surgió el 15-M, un movimiento popular que casi inmediatamente cayó en manos partidistas. Detrás de la insurrección francesa no se ve ningún partido, ni La Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon, ni otro grupo que esté en fase de formación. Los niños y los adolescentes de 12 a 18 años que incendian las calles de las grandes ciudades francesas están fuera del sistema, pero usan las redes sociales como los pobres de África utilizan los teléfonos móviles como ordenadores.
Las redes sociales dan autonomía a los individuos y les permiten construir círculos de solidaridad que escapan al control del sistema, que incluye a los partidos de una izquierda woke, que, como no sabe cómo atacar las desigualdades y los desequilibrios de verdad, enmascara su impotencia entreteniéndose en reescribir Alícia en el país de las maravillas. En Catalunya, esta izquierda vio pasar ante de sus ojos una revolución soberanista y se giró de culo
Las plataformas digitales de comunicación son en la actualidad un espacio de solidaridad y sociabilidad de los “sin nombre”, al igual que en otro tiempo lo fueron los ateneos populares. Si la mayoría de los observadores están de acuerdo en que los medios de comunicación, con la televisión al frente, actuaron como correa de transmisión para “contagiar” la violencia juvenil en octubre de 2005, ahora estos mismos “sabios” determinan que son los protagonistas los que retransmiten los disturbios, sin intermediarios, a través de los videos colgados en Instagram y TikTok. En realidad, a pesar de la violencia, que puedan hacerlo es un éxito de la democracia. Las redes sociales ayudan a los individuos a crear grupos de solidaridad que escapan al control del sistema, que incluye a los partidos de una izquierda woke, que, puesto que no sabe cómo atacar las desigualdades y los desequilibrios de verdad, enmascara su impotencia entreteniéndose a reescribir Alicia en el país de las maravillas. Esta izquierda vio pasar ante sus ojos una revolución soberanista en Cataluña y le dio la espalda.
En Francia, todo el sistema se llena la boca de palabras bonitas para paliar la marginalidad de los hijos —o incluso nietos— de los inmigrantes, a los que abandonaron desde el principio, cuando confinaron a sus padres y abuelos en las periferias urbanas. Se les concedió la ciudadanía francesa sin convertirlos en auténticos franceses. Ni siquiera trató de “asimilarlos” como hizo la Revolución Francesa con las nacionalidades, integradas, sobre todo, por campesinos. Con los descendientes de los magrebíes, los gobiernos franceses habrían podido llevar a cabo aquello que Eugen Weber describe con excelente detalle en un libro ya clásico, Peasants en Frenchmen. The modernization of rural France 1870-1914 (1976, la editorial Taurus ha anunciado la publicación de la traducción al español para septiembre de este año), e incorporarlos al proyecto nacional francés. Los campesinos occitanos, catalanes o bretones se convirtieron en franceses de una manera que el Estado francés no ha logrado aplicar a los descendientes de las antiguas colonias. Por esta razón, hoy también queman las calles de las islas de Reunión. El progreso, la modernización y la laicización de la sociedad de antaño actuó como factor de integración tan potente como lo es ahora para los jóvenes franceses racializados, aunque en un sentido inverso, o sea desintegrador, la marginalidad, la pobreza y el control religioso. La izquierda woke no los representa de ninguna manera debido a que ha dejado de tener el sentido revolucionario que tenía la izquierda marxista en el siglo XIX y principios del XX. Los jóvenes que queman contenedores en las calles de la Francia urbana no se parecen a los irritados trabajadores que, en 2018, ataviados con un chaleco amarillo, reclamaban la disminución del coste de la gasolina.
La expansión de un multiculturalismo mal entendido ha sido criminal. Ha provocado que las comunidades no se mezclen y que los conflictos identitarios se resuelvan por la vía de la guetización de la población según la raza, la etnia o la religión, y por una aceptación suicida de preceptos religiosos que abonan la discriminación de las mujeres y separan la población
El movimiento de los chalecos amarillos era, por decirlo de alguna manera, clásico, a pesar de que también quemara contenedores y mantuviera enfrentamientos durísimos con la policía. La movilización juvenil actual se debe a otros motivos. En primer lugar, porque el factor de la identidad se mezcla en ella. De acuerdo con Weber, Francia no habría finalizado su esfuerzo nacionalizador hasta la III República, lo cual sería la falca del proceso y, al mismo tiempo, la prueba de su éxito, sin la aceptación popular de los brutales sacrificios de la guerra del 14. La geografía francesa está llena de una simbología que lo conmemora. Esto es ahora imposible de imaginar, en especial porque el mundo ya no tiene nada que ver con esa coyuntura bélica y, también, porque el declive de Francia es evidente, y es paralelo al del conjunto de Europa, a excepción, en todo caso, de Alemania. El enemigo es global e interno al mismo tiempo. La expansión de un multiculturalismo malentendido ha sido letal, ya que ha provocado que las comunidades no se mezclen, y que los conflictos identitarios se resuelven (es mucho suponer) a través de la guetización de la población según la raza, la etnia o la religión. El cóctel se completa con una aceptación suicida de leyes religiosas que discriminan a las mujeres y divide a la población. ¿Nadie se preguntó por qué había tan pocas niñas y adolescentes francesas apedreando policías en 2005? Ahora tampoco se lo pregunta nadie y no hacerlo demuestra hasta qué punto somos estúpidos. No se trata solo de la economía. El mundo es ahora complejo y no se puede comprender con simplismos y tópicos. Hacerlo es una manera de alimentar el crecimiento de la extrema derecha que, junto con el islamismo más cerrado, rentabilizará un malestar persistente que no se curará con un patriotismo de andar por casa. El orden republicano se ha desplomado porque hace mucho tiempo que no es democrático.
