En El Nacional de ayer, Agustí Colomines escribió que los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992 no le traen ningún recuerdo especial; vaya, que pensar en ellos le deja la mente en blanco y el corazón frío. Si es cierto —y no tengo por qué dudarlo— lo lamento por él, porque no sabe lo que se pierde. Pocas cosas reconfortan más al alma atribulada que los recuerdos gozosos, y les aseguro que para muchos la evocación de aquellos días está entre nuestras rememoraciones más gozosas.

Si, por el contrario, en la afirmación hay algo de pose inducida por la coyuntura que se vive en Catalunya, me preocupa. Algo ha tenido que pudrirse hasta la raíz para que un catalán amante de su tierra sienta hoy la necesidad de renegar de Barcelona 92. Desde luego, resulta asombroso para alguien como yo, madrileño de nacimiento (es decir, dos veces frustrado en la aspiración olímpica), madridista de convicción y que desde joven mantiene con la ciudad de Barcelona una relación amorosa próxima a la concupiscencia.

Yo sí tengo muchos y buenos recuerdos de aquellos juegos. En aquella época trabajaba para la Presidencia del Gobierno de España. Tuve la suerte de que me correspondió participar en una comisión mixta, con representantes de la Generalitat, del Ayuntamiento de Barcelona y del Comité Olímpico, encargada de seleccionar a las empresas responsables de organizar las ceremonias de inauguración y clausura, y de supervisar su diseño y preparación.

No exagero si digo que aquella fue una de las experiencias más gratificantes de mi carrera profesional. No sólo porque me dio un pretexto para acudir constantemente a una ciudad que siempre ejerció sobre mí una atracción poderosa. También porque tuve ocasión de disfrutar con la compañía y el talento de gentes como Bigas Luna o Lluís Bassat, que participaban en el concurso de las ceremonias, y de Josep Miquel Abad, que nos dirigía a todos y que fue el verdadero artífice en la sombra del éxito de los Juegos.

No creo que se reproduzca nunca el extraordinario clima de complicidad, trabajo en equipo y emprendimiento en común que en aquellos meses se produjo entre todas las instituciones implicadas

Y sobre todo, porque no creo que se reproduzca nunca el extraordinario clima de complicidad, trabajo en equipo y emprendimiento en común que en aquellos meses se produjo entre todas las instituciones implicadas. Todos sabíamos que estábamos contribuyendo a algo que era mucho más que organizar eficientemente un evento deportivo. Y precisamente porque teníamos de nuestro lado a una joya llamada Barcelona, no teníamos derecho a estropear con nuestras diferencias su hora mejor. Habría sido un pecado tan imperdonable como sacar fea a Ava Gardner en Mogambo.

No hablaré de las hazañas deportivas, ni de la colección de medallas en disciplinas que jamás me han interesado. Siempre me ha repelido el patrioterismo barato que acompaña al deporte de competición (por no hablar del ridículo de jalear con himnos y banderas nacionales a equipos de fútbol que son una miniatura de la ONU).

Mi recuerdo se detiene en dos instantes y en dos lugares: la noche de la víspera de la ceremonia inaugural en las Ramblas y la ceremonia misma en Montjuïc.

En aquella noche de verano se respiraba libertad y felicidad. Personas de todas las edades —la mayoría jóvenes, claro—, razas y nacionalidades subían y bajaban por las Ramblas festejándose mutuamente, embriagadas ya por el perfume de una ciudad que se disponía a exhibirse en toda su plenitud. Esa pregunta recelosa, tan frecuente, de “tú no eres de aquí, ¿verdad?” que precede a que te cuelguen el cartel de forastero, había desparecido, y a cambio se preguntaba un confiado “¿de dónde vienes?” para celebrar con jolgorio cualquier respuesta.

En pocos instantes de la vida tiene uno la certeza de estar exactamente en el lugar en el que desea estar. A mí me sucedió aquella noche del 24 de julio de 1992 en Barcelona, y se repitió la tarde siguiente en el Estadi de Montjuïc.

Sentí alegría y orgullo por poder mostrar que en mi país había un lugar con semejante poder de seducción

La ceremonia inaugural y la de clausura fueron un regalo para los sentidos. Concebidas como un canto al Mediterráneo, con una banda sonora llena de poderío y de matices, fueron en realidad un homenaje que Barcelona se dio a sí misma ante el mundo entero. Pero fueron sobre todo una orgullosa exhibición de mestizaje, de diversidad y universalidad, de sofisticación gamberra y un tanto pecaminosa, del eclecticismo más saludable y de ausencia total de ese tufo uniformador y totalitario que inevitablemente acompaña a la inflamación nacionalista.

Les aseguro que, aunque habría estado justificado, como madrileño en ningún momento sentí una punzada de celos. Al revés, sentí alegría y orgullo por poder mostrar que en mi país había un lugar con semejante poder de seducción. Y quiero creer que aquel fue un sentimiento compartido por la mayoría de los españoles.

Gitana hechicera, llamó Peret a Barcelona en la rumba bilingüe que compuso para la ocasión. Imposible describirla mejor. Por eso, por gitana y por hechicera, es por lo que Barcelona cautivó al mundo, hasta hoy. Quien pretenda quitarle eso le arrebata lo mejor que siempre tuvo.

Entristece saber que, aunque lo intentara, hoy Barcelona no tendría ninguna probabilidad de ganar una candidatura olímpica. Y no por sus recursos ni por su economía ni por su contrastada capacidad de albergar grandes acontecimientos, sino por una muy comprensible desconfianza nacida de razones estrictamente políticas. Y desde luego sería imposible, con el fétido aroma de sectarismo que todo lo apesta, reproducir aquel ambiente mágico de hace 25 años.

A mí me da igual porque yo con esta ciudad he renunciado a mi sentido crítico: mientras pueda sostenerme volveré, pase lo que pase. Pero sé que todos hemos debido hacer muchas cosas mal para llegar a esta situación de locos.