Los políticos son muy dados a eludir los debates sobre las cuestiones de fondo que les resultan incómodas afrontar por el método de sustituirlos por otras polémicas, nominales  o instrumentales, que casi siempre son inútiles o directamente engañosas.

Es lo que sucede ahora en Catalunya con el intrincado debate sobre la unilateralidad que parece dominar la campaña electoral del 21-D. Funciona este concepto, la unilateralidad, como una pelota de ping-pong que los jugadores se lanzaran de un lado a otro de la mesa con el único propósito de que en uno de los lances el adversario falle la devolución, pero sin saber muy bien cuál sería la consecuencia de tal fallo —más allá de la supuesta pérdida de unos votos— ni el sentido real del juego.

Admitamos, para empezar, que la unilateralidad no es nada sustantivo. Sí, ya se sabe que las cosas pueden hacerse de forma unilateral, bilateral o multilateral; pero para que el debate adquiera contenido primero hay que saber de qué cosa estamos hablando. Y esto, la cosa, es lo que se está hurtando en esta campaña.

Para los llamados unionistas, “la cosa” es la forma de articular constitucionalmente la presencia de Catalunya en España. Con más o menos autogobierno, más o menos reconocimiento de singularidades, más o menos reforma federal o confederal de la Constitución. Pero desde esa perspectiva el debate es absurdo, porque por definición tal cosa —un encaje de Catalunya en España que sea aceptable para ambas partes— excluye de saque cualquier forma de unilateralidad la unilateralidad en su gestación y en su resolución. O es bilateral, o no puede ser. 

Para los independentistas, “la cosa” es, obviamente, la independencia de Catalunya: su separación formal y material de España y la formación de un Estado propio que sea reconocido como tal por la comunidad internacional. Pero aquí también el debate es estéril, porque para introducir en él la bilateralidad es necesario que haya dos partes igualmente dispuestas a avanzar en esa dirección. Y si algo ha demostrado el extinto procés es que ese supuesto de partida no existe ni va a existir.

Lo que han demostrado los hechos es que, aquí y ahora, no existe un camino bilateral a la secesión, de la misma forma que no existe una vía bilateral a la revolución

Las elecciones del 2015, autodenominadas plebiscitarias, versaron sobre la independencia. El planteamiento de la coalición independentista era claro: so obtenemos una mayoría de escaños, lo interpretaremos como un mandato  popular para separar a Catalunya de España. Y lo conseguiremos —he aquí el engaño— porque el Estado español, aunque sea a regañadientes, lo aceptará y se prestará a negociar sobre ello; y a continuación, la Unión Europea lo aceptará también y abrirá sus puertas al nuevo Estado.

Lo que han demostrado los hechos es que, aquí y ahora, no existe un camino bilateral a la secesión, de la misma forma que no existe una vía bilateral a la revolución. En la Europa actual, un Estado democrático consolidado sólo puede romperse de tres formas: o por la violencia, o por la intervención invasiva de un tercero, o porque el Estado matriz sea tan extremadamente débil que no pueda defenderse de la mutilación.

Descartadas las dos primeras vías, creo que el engaño o autoengaño de las fuerzas independentistas fue confiar en la tercera. Llegaron a creer que el Estado español había alcanzado tal grado de debilidad que no podría oponerse eficazmente a una política de hechos consumados llevada con determinación.

Razones no les faltaban para creerlo: primero, la herida de la crisis económica, que dejó a España exhausta y socialmente fracturada; segundo, la emergencia de fuerzas políticas con notable apoyo popular dispuestas a dinamitar los fundamentos mismos del sistema político; tercero, la querella irreconciliable de las fuerzas políticas estatales, incapaces de dialogar civilizadamente sobre nada, cuyo producto más acabado fue la cultura del noesnoísmo y un año de bloqueo de gobierno y elecciones repetidas; cuarto, el descrédito social de los dirigentes políticos por la corrupción; y quinto, la existencia de un gobierno ultraminoritario, obligado a ganarse cada día la subsistencia en un entorno parlamentario hostil.

Añádase a eso la constatación de que el Estado español había dejado prácticamente de existir en Catalunya y el retrato está completo: ahora o nunca, se dijeron los inspiradores del procés. Y en esa ahora o nunca se entienden las prisas: esto hay que dejarlo rematado en 18 meses.

Porque no hay forma de que España se deje persuadir de ser amputada y tampoco hay forma de que Europa tolere la escisión de uno de sus miembros en este momento histórico

Todo pareció ir sobre ruedas hasta el 1 de octubre, incluido ese día. Hubo un momento en que el Gobierno de Rajoy estuvo groggy. Pero no nos engañemos, nada de lo ocurrido era bilateral.

A partir de ahí, se produjeron dos reacciones simultáneas: a un lado, la embriaguez del éxito, que llevó a algunos a creer que se podía asestar el golpe de gracia proclamando e implementando la república en una semana. Al otro, un cuádruple despertar: el del propio Estado, representado por el Rey y por la Justicia;  el de la mitad de los catalanes que quieren seguir en España; el de las fuerzas económicas; y el de las naciones y las instituciones europeas. Lo demás es historia conocida.

En un cosa tiene razón la CUP: no existe una vía bilateral que conduzca a la independencia. Si se quiere llegar ahí, habrá que hacerlo unilateralmente: no persuadiendo al Estado sino venciéndolo, con todo lo que ello significa. Porque no hay forma de que España se deje persuadir de ser amputada y —ya quedó claro— tampoco hay forma de que Europa tolere la escisión de uno de sus miembros en este momento histórico.

En lo que yerra el partido revolucionario es en seguir creyendo —o haciendo creer— que tal cosa es posible en las condiciones actuales. Sólo se podría llegar a la independencia por la unilateralidad; pero reproducir la intentona sólo acarrearía un nuevo fracaso con un coste social, económico e institucional inasumible para Catalunya.

El hecho de que se celebren estas elecciones, con la Generalitat intervenida, el Govern cesado y sus responsables encausados por la justicia, y que todos los partidos —incluida la CUP— se hayan prestado sumisamente a participar en ellas es la mejor demostración de todo ello.

Esta es la realidad que late tras el artificioso debate de la campaña. Renunciar a la unilateralidad es lo único realista, pero equivale a renunciar a la independencia, al menos como objetivo divisable en el horizonte de esta generación. Como admitirlo así es costoso para quienes se han alimentado durante años de lo contrario, asistimos a un intercambio bizantino sobre la unilateralidad, con idas y venidas tácticas que esconden un nuevo engaño.

A diferencia de las del 2015, estas elecciones no son sobre la independencia, ni sobre la república. Ni siquiera sobre la autodeterminación más o menos inmediata. Son simplemente sobre el poder, albricias. En lo que se refiere a Catalunya, sobre quién gobierna. Y en lo que se refiere al exbloque independentista, sobre quién ejercerá la hegemonía en el nacionalismo catalán durante la próxima década.

La cortina de humo que dificulta reconocer esta prosaica realidad y mantener sentimentalmente vivo el cordón umbilical con el pasado reciente es hacer creer que se discute sobre unilateralidad o bilateralidad. Si fuera eso, vaya discusión más tonta para un momento tan importante. Pero no lo es.