En un memorable episodio de The West Wing, un candidato realiza unos ensayos desastrosos en la preparación para el debate decisivo, sembrando la desolación en su propio equipo. La noticia llega rápidamente a los periodistas y al cuartel general de la candidatura rival, donde se las prometen muy felices. Al comenzar el debate, todo el mundo espera una masacre. Pero resulta que el “torpe” candidato que (deliberadamente) no había dado una a derechas en los ensayos, se revela como un polemista formidable y experto. Su victoria se agiganta precisamente porque todo el mundo esperaba lo contrario. “Tenía que parecer real”, se excusa ante sus colaboradores. 

Se llama gestión de las expectativas: uno de los ejercicios más complejos y delicados dentro las estrategias electorales. Se supone que una expectativa muy favorable debe ser movilizadora, por aquello de apuntarse al ganador; pero tiene el riesgo de que un resultado aceptable se reciba como una derrota. Por el contrario, una mala expectativa puede tener un efecto depresivo sobre el voto; pero permite presentar un resultado mediocre como un éxito.   

Siempre es difícil encontrar el punto de equilibrio. Porque, además, uno no siempre puede controlar las expectativas que suscita; frecuentemente, otros las crean por ti. Por supuesto, las encuestas. También los medios de comunicación. En ocasiones, tus partidarios -o incluso tus adversarios. Y combatir tus propias expectativas es patético y casi siempre inútil. 

Vienen a mi memoria dos casos recientes ocurridos en Catalunya. Al convertir las elecciones del 27 de septiembre en un plebiscito, para Junts pel Sí no era suficiente una victoria electoral normal, necesitaba un aplastamiento. El caso es que la victoria fue extraordinaria: 22 puntos y 37 escaños de ventaja sobre el segundo no es algo que se consiga todos los días. Pero lo que quedó para la historia fue el sabor amargo de la frustración.  

Segundo caso: En Comú Podem. En las generales del 20-D, primer partido en Catalunya, 24,7% de votos y 12 escaños: euforia absoluta, éxito abrumador. Seis meses más tarde, nuevas elecciones: primer partido en Catalunya, 24,5% de votos y 12 escaños: gran decepción. ¿Por dos décimas de diferencia? No, por las malditas expectativas.

Pocas elecciones han estado tan condicionadas por este juego de las expectativas como estas generales del 26 de junio

Pocas elecciones han estado tan condicionadas por este juego de las expectativas como estas generales del 26 de junio. Y no sólo por la lectura a posteriori de los resultados. Sobre todo, porque a falta de un debate ideológico o programático que ya no venía a cuento, las expectativas de resultados se han convertido en el eje dominante de la campaña, han dictado las estrategias de los partidos y, probablemente, han modificado la decisión de voto de muchas personas.

Como madridista, me costaría ver a los dirigentes del Real Madrid celebrando por todo lo alto que el Atlético no nos ha rebasado por un punto…mientras el Barça se ha ido 12 puntos por delante. Es exactamente lo que le ha pasado al Partido Socialista en esta elección. “Ocupado en combatir a mi enemigo principal, me dio muerte mi enemigo secundario”, escribió Erich Fried. Esta vez ha sido al revés: obsesionados los socialistas por impedir el sorpasso de Podemos, permitieron que el PP –supuestamente, su enemigo principal- les diera una paliza monumental. 

 “Ocupado en combatir a mi enemigo principal, me dio muerte mi enemigo secundario”, escribió Erich Fried

Pocas veces volverá el PP a estar en una situación tan débil y vulnerable como en esta elección. Y pocas veces tendrá una campaña tan confortable, cabalgando hacia la cumbre sin que nadie lo estorbara mientras sus rivales se despedazaban entre sí. Curiosa campaña esta en la que todos los ojos estaban fijados en la pelea por el segundo y el tercer puesto mientras el primero, pese a llevar el vehículo seriamente averiado y con un conductor lesionado, se paseaba apaciblemente hasta la meta. 

Unidos Podemos ha sido víctima de las expectativas por partida doble. Se las creyeron y ello los condujo a un planteamiento de la campaña gravemente erróneo. Durante la primavera, Podemos había sufrido una clara inflexión descendente en las encuestas. Ello los obligó a poner en marcha su penúltima UTE, la alianza con IU que unos meses antes habían rechazado. En realidad fue un movimiento defensivo para frenar la caída, pero generó tal impacto en las expectativas que subjetivamente se transformó en lo contrario. 

Se embriagaron de euforia, dieron por hecho que tenían asegurado el 100% de sus antiguos votantes y de los de IU y llenaron la campaña de sonrisas con aroma de Coco Chanel y de condescendientes llamamientos a los socialistas para que se prepararan a votar la investidura de Pablo Iglesias a cambio de perdonarles la vida y hacerles un hueco en el gobierno. Por el camino, se olvidaron de que algún día fueron el partido de los indignados. 

Ocuparon el centro del escenario, se convirtieron en los protagonistas absolutos de la campaña, acapararon los focos. La palabra sorpasso lo dominaba todo.  El invicto Iglesias se exhibía en los estudios de radio y televisión, dejando a sus subalternos la penosa tarea de patear el territorio. Ebrios de protagonismo, no repararon en que cuanto más crecía su expectativa y más verosímil se hacía su triunfo, más aumentaba su riesgo.

Podemos es hoy un campo de batalla donde los viejos amigos se ajustan las cuentas a navajazos por el sueño de una noche de verano, arruinado a causa de una pésima gestión de las expectativas

No importa haber pasado en dos años de cero a 71 escaños en el parlamento español o estar gobernando las ciudades más grandes del país; ese partido es hoy un campo de batalla donde los viejos amigos se ajustan las cuentas a navajazos por el sueño de una noche de verano, arruinado a causa de una pésima gestión de las expectativas.  

El Partido Popular no sólo ha administrado bien sus propias expectativas. Además, ha gestionado sabiamente las de Unidos Podemos. Ayudado por las encuestas, por el calentón en las redes sociales y por el entusiasmo podemita de alguna cadena de televisión, dejó crecer la ola, haciendo creer a los votantes del centroderecha que el peligro de ver a Iglesias en la Moncloa era inminente. El manoteo desesperado de los socialistas para defenderse del sorpasso también ayudó a ello. Nada mejor para inducir un retorno masivo de tantos votantes que en diciembre, asqueados, se habían quedado en casa o buscado recipientes más higiénicos para su papeleta de voto.

El resultado ha sido inmejorable: concentración del voto en un campo y fragmentación en el otro. La polarización en una sola dirección. Mientras en el territorio de influencia social del PP se agrupaban las tropas en torno al general Rajoy (¡qué remedio!) para frenar la invasión podemita, en el de influencia social del PSOE se levantaban trincheras frente al sorpasso;  y en el propio territorio podemita, muchos votantes de IU –incluso unos cuantos de Podemos- se escaqueaban silenciosamente, disgustados por un pacto anatemizado pocos meses antes o desorientados por un líder del que ya no se sabe si es populista o leninista, peronista, bolivariano, socialdemócrata de nuevo cuño, admirador de Zapatero y devoto de Anguita, patriota español o plurinacional, eurófilo o eurófobo…en definitiva, si está arriba o está abajo.