Es inútil pretender que la muy anómala situación política de Cataluña no está pesando sobre la gestión institucional y la percepción ciudadana de los atentados de Barcelona y Cambrils. Naturalmente que pesa, porque las cosas suceden en un contexto que inevitablemente las tiñe.

Pesa desde el primer minuto. En cuanto se conoció la tragedia, además de estremecernos de dolor e indignación todos contuvimos la respiración, a la espera de cómo se manejaría una situación indudablemente delicada: dos gobiernos que venían lanzados sin frenos a un choque frontal y que ya habían decretado la incomunicación mutua que precede a las batallas inevitables, obligados por un hecho traumático no solo a trabajar juntos sino a mostrarse juntos, sabiendo que cualquier otra cosa resultaría socialmente intolerable.

Durante estos días se está pendiente de cada detalle, por una parte queriendo ver en cada gesto los rastros del enfrentamiento y por otra parte temiendo que ello se produzca. Ello ha creado una tensión adicional a todos los responsables de gestionar públicamente la reacción a los ataques, porque a la ya de por sí enorme dificultad de la situación se añade la exigencia de caminar con pies de plomo para no hacer nada que alimente la crispación en un ambiente en el que todas las susceptibilidades están a flor de piel.

Quitando algunos deslices imprudentes de los dos responsables de Interior, la obligada tregua política e institucional está funcionando de forma razonable 

Hay que decir que, hasta el momento y hablando en líneas generales, la prueba se va superando con bastante éxito. Quitando algunos deslices imprudentes por parte de los dos responsables de Interior (Zoilo y Forn, los más obligados a la cautela, han resultado ser los más lenguaraces), la obligada tregua política e institucional que exige el momento está funcionando de forma razonable. 

Lo más importante, la colaboración operativa entre las fuerzas policiales de todos los niveles, es satisfactoria. Si ha habido pisotones, zancadillas o simplemente reticencias entre unos y otros cuerpos de seguridad, la sociedad no los ha percibido.

Los dos gobiernos enfrentados, además del de la ciudad, están haciendo el esfuerzo apreciable y meritorio de compartir con naturalidad los espacios públicos del duelo. Hemos visto juntos al Rey, a Rajoy, a Puigdemont y a Colau en distintos escenarios, respetándose mutuamente y aceptando el lugar que a cada uno corresponde. Afortunadamente, nos han ahorrado el bochorno de estúpidas querellas protocolarias o de prelación.

Las fuerzas políticas han reaccionado con contención y sin caer en tentaciones de pescar en río revuelto. Quizá se ha echado de menos la imagen de una reunión del presidente de la Generalitat con todos los líderes políticos de Catalunya, pero quizá intentarlo habría creado tensiones innecesarias. Hay que entender que las cosas que en un contexto de normalidad política serían naturales, en uno tan extraordinariamente anómalo como el que se da en Catalunya pueden resultar insospechadamente problemáticas. Lo valioso es que de momento la cofradía del santo reproche no ha hecho acto de presencia, lo que es mucho decir conociendo el percal en uno y otro bando.

Los partidos nacionalistas democráticos de Catalunya se han incorporado a la reunión en Madrid del pacto antiterrorista. Lo han hecho con ese extraño estatus de observadores que refleja más la profundidad de los resquemores entre fuerzas enfrentadas que una reserva de fondo respecto al contenido del pacto. Algo habrá que hacer próximamente para que este avance se consolide y fragüe en un acuerdo antiterrorista en el que todos participen plenamente y por igual. Sabemos por experiencia lo valiosa que es la unidad de las fuerzas políticas para derrotar a la barbarie.

Así que reconozcamos la parte positiva de esta tragedia. Por una vez que nuestras instituciones están a la altura de las circunstancias, es justo valorarlo y trabajar para que la tregua dure.

Si alguien espera que tras este trauma las cosas volverán al punto en el que estaban, está muy equivocado

Si alguien espera que tras este trauma las cosas volverán al punto en el que estaban, está muy equivocado. Nada sucede sin dejar huella, y lo que se está viviendo en Catalunya dejará una profunda y duradera. No es hora de profecías políticas, pero tengo la convicción de que habrá un antes y un después del 17 de agosto. También para el procés.

Primero, porque el terrorismo seguirá atacando. Será en Barcelona o en cualquier otra capital de España o de Europa, pero si algo sabemos ya con certeza es que el último ataque terrorista es siempre el penúltimo. Y las ciudades que han sufrido el zarpazo desarrollan una sensibilidad muy especial ante el terrorismo, ocurra cerca o lejos. Este atentado ha conmovido al mundo entero, pero se ha sentido muy especialmente en lugares como Madrid, Nueva York, Londres, París, Berlín o Bruselas, que saben lo que se siente. Barcelona ya es parte del club, y sus ciudadanos no lo olvidarán jamás.

Segundo, porque las personas tampoco olvidan. Cuando llegue el momento del choque de trenes, Mariano Rajoy deberá recordar las horas difíciles que ha compartido con Puigdemont durante estos días, y que solo ellos dos conocen. Cuando el presidente catalán piense en la carnicería masiva que los terroristas buscaban, será más consciente de lo importante que es contar con la ayuda del Estado y de sus servicios de información para proteger a los ciudadanos.

Y tercero, porque dudo mucho de que la sociedad catalana esté disponible para reanudar el juego cismático de la secesión como si nada hubiera pasado. Los dirigentes nacionalistas estaban preparando una manifestación masiva, pero divisiva, para el 11 de septiembre, y ahora se ven organizando una gran movilización de unidad democrática contra la barbarie para el próximo sábado. Allí, de cuerpo o de espíritu, estaremos todos los que creemos en la libertad. Que dure, por favor.