Casi todos coincidiremos en que es altamente insalubre este espectáculo continuado en el que la vida política se confunde con la crónica de tribunales. Pero si queremos tener alguna esperanza de solucionarlo, es necesario hacer un buen diagnóstico, lo que a su vez exige un ejercicio de sinceramiento: ¿Dónde está el origen del problema, quién instaló en nuestra vida pública el primer virus de esta mezcla promiscua y tóxica entre política y justicia?

Dicho de otra forma, ¿qué fue antes, la judicialización de la política o la politización de la justicia? ¿Se trata de que los jueces han invadido el terreno de los políticos o más bien de que los políticos han decidido instrumentalizar a la Justicia al servicio de sus objetivos y convertir a los tribunales en el escenario en el que dirimen sus querellas?

Les adelanto mi opinión: creo que hay mucho más de lo segundo que de lo primero. A veces olvidamos que las leyes no las escriben los jueces, las escriben y promulgan los políticos. Ellos son quienes establecen las normas y quienes encomiendan al poder judicial la tarea de interpretarlas y aplicarlas en cada caso concreto.

Pocas veces hemos visto a los jueces cuestionar o descalificar el texto de una ley (no me refiero ahora la Tribunal Constitucional, que no es propiamente un órgano judicial).  Sabemos que muchos discrepan ideológicamente de su contenido  o las consideran directamente engendros jurídicos redactados por indocumentados. Pero en la mayoría de las ocasiones, las toman como les vienen y tratan de aplicarlas profesionalmente lo mejor que pueden y saben.

Por el contrario, es incesante la impugnación sistemática y sectaria de las decisiones judiciales desde el campo de la política. Los políticos no sólo redactan las leyes, sino que exigen a los jueces que las apliquen en cada caso de acuerdo a sus intereses partidarios –o, como sucede ahora en Catalunya, que dimitan de su obligación y no las apliquen en absoluto- so pena de ser sometidos a una catarata de sospechas sobre los turbios propósitos escondidos tras cada sentencia.

Repasando las declaraciones de los dirigentes políticos sobre las últimas decisiones judiciales y sumando a ellas el alud de opiniones categóricas de analistas, plumíferos, tertulianos y pontífices que saben de todo y de todo dan lecciones, la conclusión que sacaría un observador externo es que en España todos los jueces sin excepción son prevaricadores.

No hay una sola decisión judicial a la que se reconozca que se ha limitado a aplicar técnicamente una norma que otros escribieron. Si se investiga la financiación ilegal del PP, es una conspiración contra ese partido. Si se hace lo mismo con Convergència, es una agresión a Catalunya y un intento de entorpecer el glorioso procés.  Si se realiza una consulta ilegal, unos exigirán que los jueces actúen y otros que se hagan los distraídos. Si hacen lo primero, será una ofensiva contra la voluntad popular; su hacen lo segundo, será que están vendidos al nacionalismo.

Todo ello desde una ignorancia oceánica sobre el contenido de las leyes y sobre las técnicas procesales. En el caso Nóos, hemos leído descalificaciones tajantes al trabajo del juez instructor por parte de personas que tendrían graves dificultades para explicar qué es y qué hace un juez instructor. Y hemos asistido a una oleada de insultos a las magistradas del tribunal por su decisión sobre el ingreso o no en prisión de los condenados por parte de gente que lo desconoce todo sobre la figura de la prisión provisional en la práctica procesal.

No fueron los jueces, sino los políticos, los que decidieron que el que un partido cobre comisiones por adjudicar contratos públicos es un delito.

No fueren los jueces, sino los políticos, los que introdujeron en la ley procesal la figura de la imputación: en origen, una garantía para que alguien llamado a declarar pueda hacerlo acompañado de su abogado por si en la evolución posterior del proceso pudiera recaer alguna acusación sobre él. Y han sido esos mismos políticos los que después han transformado esa protección procesal en una condena política anticipada.

Si el mero hecho de ser llamado a declarar en esas condiciones conlleva automáticamente la exigencia de dimisión de un cargo público, se producen dos efectos perversos: primero, cargarse la presunción de inocencia. Segundo, poner la suerte de los gobiernos en manos de cualquier juez de instrucción que, con buena o mala intención, tome esa decisión como parte de su trabajo.

Los políticos catalanes ahora no sólo quieren abolir el Estatut por la vía de hecho, sino que lapidan en la vía pública a los jueces que pretenden que se cumpla

 Así que cuando un juez llame a declarar a un político como imputado, no insulten al juez; más bien pidan cuentas a los políticos que primero introdujeron esa figura en la ley y después la desvirtuaron para convertirla en un arma de destrucción del adversario.

No fueron los jueces quienes escribieron en el preámbulo del Estatut de Catalunya que “el autogobierno de Catalunya se fundamenta en la Constitución”. Tampoco ellos establecieron que “Catalunya, como nacionalidad, ejerce su autogobierno de acuerdo con la Constitución y con el presente Estatuto”. Eso lo hicieron los políticos catalanes que ahora no sólo quieren abolir ese Estatut por la vía de hecho, sino que lapidan en la vía pública a los jueces que pretenden que se cumpla.

Los jueces no se inventaron la afirmación de que “Catalunya tiene en el Estado español y en la Unión Europea su espacio político y geográfico de referencia e incorpora los valores, los principios y las obligaciones que derivan del hecho de formar parte de los mismos”. O la de que “las relaciones de la Generalitat con el Estado se fundamentan en el principio de la lealtad institucional mutua y se rigen por el principio general según el cual la Generalitat es Estado” (artículo 3 del Estatut).

Ellos mismos establecieron que las eventuales consultas populares en Cataluña deben celebrarse “en la forma y en las condiciones que las leyes establezcan”. Y se se autolimitaron admitiendo que los derechos estatutarios “no supondrán una alteración del régimen de distribución de competencias, ni la creación de títulos competenciales nuevos o la modificación de los ya existentes”. Por si no quedaba claro, añadieron:  “Ninguna de las disposiciones de este Título puede ser desarrollada, aplicada o interpretada de forma que reduzca o limite los derechos fundamentales reconocidos por la Constitución y por los tratados y convenios internacionales ratificados por España”.

¿Qué debería hacer la Justicia en Catalunya cuando esos políticos violentan abiertamente la ley que ellos mismos redactaron y aprobaron? Si actúa para restablecer la legalidad, está contra el procés y prevarica. Si se queda quieta y consiente la ilegalidad, prevarica también e incumple su obligación.

Señores políticos: cuando ustedes escriban una ley y la aprueben en el Parlamento, deben ser conscientes de que, a continuación, vendrá algún juez cuyo trabajo consiste en hacerla cumplir, les venga bien a ustedes o no. Y cuando la política se revuelve contra la Justicia en nombre de una supuesta voluntad popular –que es lo que está pasando todos los días, en Catalunya y en España-, no estamos ante ninguna causa justa, sino ante la pura y simple demolición del Estado de derecho.