Mientras en este corral ibérico todos andamos de cabeza, pendientes de lo que hoy suceda en la celebración que consagrará el cisma entre las dos Catalunyas —como las dos Españas de Machado, una de ellas ha de helarte el corazón— y abrirá oficialmente la “fase Maidan” del procés, el resto del mundo recuerda que tal día como hoy, hace 16 años, se produjo el hecho más terrible y más trascendente en lo que llevamos de siglo.

No sé si esta Diada de 2017 cambiará la historia de Catalunya —y con ella, la de España. Lo seguro es que aquella otra Diada de 2001 en Nueva York cambió la historia del mundo. Fue la peor entrada posible en el milenio, y desde entonces ya nada ha sido igual.

A los que entonces éramos adultos, las imágenes de las Torres Gemelas del World Trade Center desplomándose en medio de un infierno de fuego y muerte, o las de aquellos puntitos voladores que veíamos en la televisión, que en realidad eran seres humanos arrojándose al vacío para morir estrellados y no abrasados, nos perseguirán de por vida. Aún nos quedamos hipnotizados y aterrorizados ante la pantalla cuando llega el aniversario y nos ofrecen por enésima vez la película del apocalipsis.

Aquella tarde sólo vivimos el horror humano. De hecho, pensar en la dimensión de aquel ataque resultaba tan abrumador que cuando el primer avión se estrelló contra la primera torre muchos nos aferramos irracionalmente a la idea ilusoria de que se trataba de un terrible accidente. Hoy, además, conocemos las consecuencias de aquellos atentados.

Nada de lo que ha ocurrido en estos 16 años es ajeno al 11-S. Aquel día se inició para muchos una guerra global que aún continúa y que ha condicionado y condiciona no sólo la geoestrategia de las grandes potencias, sino la vida cotidiana de cada uno de nosotros. Porque la regla de este nuevo tipo de guerra del terrorismo contra la civilización es que cada persona es un objetivo militar en potencia, y que a nadie se le pregunta de qué lado está antes de hacerle volar con una bomba o atropellarlo con un vehículo lanzado por el centro de una ciudad. Una guerra en la que, además, los soldados enemigos están tan interesados en matar como en morir, porque por ambas cosas serán recompensados por Alá.

Digo que es una guerra de la barbarie contra la civilización, no una guerra entre civilizaciones y mucho menos entre religiones, como algunos pretenden. Desde aquel 11 de septiembre, el terrorismo yihadista ha asesinado a decenas de miles de personas. Y aunque nosotros sólo nos conmovemos cuando vienen a matarnos a casa, la verdad es que la gran mayoría de las víctimas son árabes y la gran mayoría de los atentados se han producido en países islámicos.

Aunque los Estados Unidos se han involucrado en toda clase de guerras, nunca antes habían recibido un ataque bélico en su propio territorio. Quizá es porque la sacudida emocional fue tan traumática que la historia de ese país se divide en dos períodos: antes y después del 11-S. Ni siquiera la participación en las dos guerras mundiales del siglo XX o la humillante derrota en Vietnam sacudieron de esa forma los cimientos de la sociedad norteamericana. Por aquel entonces, además, el imperio comunista se había derrumbado y la emergencia de China como superpotencia económica alternativa daba sus primeros pasos, lo que convertía a Estados Unidos en único gendarme del mundo y les daba una sensación de invulnerabilidad que el atentado destrozó brutalmente, golpeando en el mismísimo corazón.

Desde entonces vivimos con al ánimo helado, sobre todo desde que los asesinos ya no vienen de países lejanos, sino que viven tranquilamente en la casa de al lado, sus hijos comparten escuela con los nuestros y muchos tienen el mismo pasaporte que nosotros. Hasta que una mañana se despiertan, montan una matanza lo más atroz posible y esperan tranquilamente a ser “abatidos”, misión cumplida para ambas partes.

En realidad, aunque nadie lo menciona, lo que nos sobrecoge —y lo que trae de cabeza a todos los servicios de información del mundo— es imaginar el día en que se produzca un 11-S con armas de destrucción masiva: biológicas, químicas o incluso nucleares. Dada la imbricación de algunos de los Estados más hostiles y enloquecidos del planeta con las terminales del terrorismo internacional, ya está tardando esa hecatombe.

Pero lo importante es lo que nos importa, y lo que aquí nos importa es esta Diada del procés, las esteladas, el referéndum que estamos deseando que nos prohíban para seguir echando combustible a la locomotora y la independencia que sabemos que no llegará, pero que trae un poco de drama y de épica a nuestras tediosas vidas.

Lo comprendo. Sólo espero que en algún momento de esta gloriosa jornada alguien recuerde, aunque sólo sea por un instante, que para el resto de la humanidad la fecha del 11 de septiembre significa algo muy distinto. Qué sabrán ellos.