Creo que no seré el único en compartir la sensación de que, desde hace un tiempo, vivimos en un estado de cierta angustia colectiva respecto a cómo será nuestro futuro como sociedad; imbuidos en una sensación de descontrol sobre la evolución de las cosas, con la intuición de que el futuro próximo difícilmente será mejor que el actual.

Son muchos los elementos que creo que componen este cóctel, en cierto modo explosivo, que genera diversas capas de preocupación en diferentes ámbitos de la sociedad, aunque, grosso modo, creo que se pueden resumir en cuatro grandes ejes.

El primero es la percepción de que vivimos en un mundo en guerra, a raíz de los conflictos en Ucrania y Gaza, pero también en otras partes del mundo; algo que ha desatado una carrera armamentística desbocada, como hacía tiempo que no se veía. A esto se suma el crecimiento —que de nuevo aparenta ser irrefrenable— de la extrema derecha, algo que en Occidente se hace eco de un trumpismo en fase expansiva, pero que a la vez va acompañado de un incremento de las tendencias autoritarias y del descrédito de los valores liberales en todas partes. Además, nos encontramos ante, también, el avance implacable del cambio climático, con unas consecuencias cada día más cercanas y punzantes, a la vez que, en paralelo, vivimos la crisis —buscada y propiciada por actores poderosos— del multilateralismo y de los consensos globales necesarios para hacerle frente, tanto desde la perspectiva de la mitigación como de la adaptación.

Y finalmente, y no menos importantes, son los desafíos que plantea la evolución de la inteligencia artificial (IA), que, si bien es cierto que brinda posibilidades enormes —por ejemplo— en el ámbito de la investigación biomédica, también genera dudas y preocupaciones mucho mayores en otros dominios. Recelos como los derivados de su impacto en el mercado de trabajo, y que se extienden en ámbitos aún más preocupantes como el conocido como “riesgo existencial” de la IA, este ya de carácter civilizacional. Unos retos inquietantes por su dimensión y, sobre todo, por la percepción de que las iniciativas que se han llevado a cabo hasta ahora respecto a su eventual regulación no terminan de ser ni del todo suficientes ni efectivas.

Pues bien, en un contexto tan denso como este, tan poco alentador, esta semana se ha hecho pública una noticia que invita al optimismo y que, a título personal, me ha generado un pequeño rayo de esperanza. Y me refiero al anuncio hecho por un grupo de las principales fundaciones norteamericanas que han creado una alianza conocida como Humanity AI. Se trata de una iniciativa de cinco años, que cuenta con un presupuesto de 500 millones de dólares, y que tiene como misión principal “el establecimiento de un futuro centrado e impulsado por las personas donde la IA sirva para la humanidad, fortalezca las comunidades y mejore la creatividad humana”.

Diez de las principales fundaciones privadas norteamericanas centrarán una parte sustancial de sus recursos trabajando para que “el futuro no sea definido por los algoritmos, sino por la humanidad como fuerza colectiva”

Es decir, diez de las principales fundaciones privadas norteamericanas —desde la Fundación Ford, pasando por la McArthur, la Mellon, la Mozilla o la Packard— centrarán una parte sustancial de sus recursos en los próximos cinco años trabajando para que “el futuro no sea definido por los algoritmos, sino por la humanidad como fuerza colectiva”. En palabras de Michele J. Lawando, presidenta de la red Omidyar, una de las promotoras de la iniciativa, “la IA no es el destino, es diseño (...) Nos encontramos en una encrucijada. Las decisiones que tomemos ahora sobre quién construye la IA, quién se beneficia de ella y qué valores la configuran, determinarán si amplifica las necesidades humanas o las erosiona. Este futuro es nuestro para diseñar”.

Palabras, y hechos, que, como ya he dicho, generan esperanza. Evidentemente, 500 millones de dólares son una gota en el océano de la inversión anual en desarrollo de la IA, pero bien utilizados pueden contribuir de manera decisiva a “garantizar que la IA sea una fuerza para el bien, poniendo a las personas y al planeta en primer lugar”. Y esto es bueno, e invita a un cierto optimismo. Y lo hace no solo por la naturaleza de la misma iniciativa, sino también porque evidencia —sin ser este su objetivo— que todavía hay esperanza en Estados Unidos. Porque, a pesar de toda la destrucción institucional, democrática, social y humana que está haciendo el trumpismo en aquel país, vemos cómo, hoy por hoy, se mantiene un músculo importante capaz de hacer planteamientos y acciones significativas fuera del marco mental del mundo MAGA. Porque es fundamental que, más allá de las protestas ciudadanas —de por sí importantes y significativas—, actores relevantes de la sociedad estadounidense continúen su tarea a favor del bien común defendiendo la democracia, la educación, la cultura y las humanidades, así como el valor del trabajo.

PD: Creo que es la primera vez que hago una postdata en un artículo. Ahora bien, como sabadellense, y hablando de esperanza, no puedo evitar decir que la derrota de la OPA hostil del BBVA contra el Banco de Sabadell también invita al optimismo. De vez en cuando, reconforta ver un David derrotando un Goliat, como cuando San Jorge derrota al dragón. En cualquier caso, este resultado será bueno para el ciudadano y, sobre todo, para el consumidor, también para Catalunya y para Sabadell. En el caso de Sabadell, especialmente si el banco ahora mantiene los compromisos contraídos últimamente con la ciudad que lo vio nacer y crecer.