Sé que de tanto hablar del mismo tema terminaré resultando pesado pero cada día resulta más y más importante tener claro frente a qué estamos cuando vemos una frenética actividad comunicativa que tiende siempre a lo mismo: hacer creer al ciudadano que las cosas son de una determinada forma cuando, en realidad, son de otra muy distinta.

Por ello hay que tener presente que, por ejemplo, en comunicación política los relatos (storytelling) tienen una estructura de principio, desarrollo y fin; además suelen ser concretos y estar pensados para activar emociones y orientadas a actuar, a provocar la motivación para actuar en sus destinatarios.

Sin embargo, cuando lo que se hace es vivir instalados en el relato, mejor dicho en distintos y concatenados relatos, las historias —relatos— no tienen ni estructura, ni principio, ni desarrollo ni fin; simplemente surgen y desaparecen a una velocidad que no permite ni siquiera analizarlos, aunque sí se pueden valorar sus consecuencias.

El mecanismo según el cual surgen los “relatos” es de sobra conocido, pero no por eso menos dañino, y en lo que respecta a la defensa de los exiliados y del resto de represaliados catalanes, siempre sigue los mismos parámetros o sistema de divulgación.

Alguna “fuente” oficial explica un “hecho” —en algunos casos hasta se “documenta”— a algún periodista de confianza, quien, días más tarde, lo publica. A partir de dicha publicación, la “noticia” comienza a tener vida propia a través de otros medios y lo que no es sino un bulo malintencionado termina convirtiéndose en noticia que una gran mayoría de la ciudadanía termina por creerse.

De este modo, se genera una apariencia de realidad muy peligrosa para cualquier sociedad democrática que tiene derecho a una información veraz de la que se nos viene privando ya por demasiado tiempo.

Cuando se han dado estos procesos, y no han sido pocos los casos, hemos contactado con los divulgadores, que no quiero llamar periodistas, y lo primero que nos dicen es: “bueno, esto me lo ha dicho una fuente de toda solvencia”, “esto no lo hemos contrastado porque la fuente nos lo ha asegurado”, o “¿cómo voy a dudar si quien me lo está diciendo es de toda solvencia?” y otras respuestas por el estilo.

Siempre se trata de filtraciones interesadas, que en algunas ocasiones provienen de las más altas instancias jurisdiccionales y en otras de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado; es decir, siempre de una parte interesada en instalar un relato

En realidad, siempre se trata de filtraciones interesadas, que en algunas ocasiones provienen de las más altas instancias jurisdiccionales y en otras de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado; es decir, siempre de una parte interesada en instalar un relato.

Pero no todo surge de ese tipo de fuentes, últimamente vemos cómo determinados líderes y autoridades políticas se adentran en dinámicas del mismo tipo pensando que si repiten una historia mil veces terminará haciéndose cierta; no, no será cierta pero se instalará en el subconsciente ciudadano que es muchas veces lo único que les interesa.

Los relatos, vulgarmente conocidos como bulos, están cada día más de moda, sin medir las consecuencias del daño que se hace no solo a los afectados sino, sobre todo, a la calidad democrática que es algo que nos debería importar a todos.

En los últimos meses hemos visto relatos que han tenido escasa vida útil pero que no por ello no han arraigado, como digo, en el subconsciente ciudadano con nefastas consecuencias.

Pocos recuerdan ya algunos victoriosos titulares de prensa que hablaban sobre la gran victoria del juez Llarena en Luxemburgo con sus “prejudiciales”, pero a muchos les quedó la sensación de que efectivamente el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) le había dado la razón; la realidad, sin embargo, es muy tozuda y ha terminado por demostrar que la derrota ha sido de las sonadas.

Si no fuese así, qué duda cabe que habría no solo hecho gala de un apoyo por parte del TJUE, sino que inmediatamente se habría precipitado a cursar una cuarta orden europea de detención y entrega en contra de Lluís Puig. Han pasado más de dos meses y sigue silente, omitiendo cualquier mención a tan relevante sentencia.

Ninguno de los que tan alegremente loaban el supuesto espaldarazo del TJUE al juez Llarena ha tenido la honestidad profesional de rectificar y reconocer que se precipitaron, por decirlo educadamente.

Tampoco han faltado los relatos respecto a la presidenta Borrás y su supuesta condena por corrupción; nada más alejado de la realidad porque es la propia sentencia, condenatoria, la que se encarga de despejar esa incógnita: no se ha tratado de corrupción y cuesta entender cómo, hasta connotados autonomistas continúan insistiendo en un relato destruido no ya por las pruebas sino incluso por la sentencia.

Hablar del regreso de Clara Ponsatí implica necesariamente hablar de relatos y fijación de los mismos en el subconsciente ciudadano más que de la constatación de lo esencial de su regreso: el Tribunal Supremo no respeta la inmunidad de los eurodiputados ni, tampoco, las resoluciones del TJUE que le niegan la condición de tribunal preestablecido por Ley.

Pero no todos los relatos van dirigidos a la destrucción del contrario, también hay relatos que pretenden justificar lo injustificable a través de la propia victimización presentándose como perseguida quien sabe muy bien que hace tiempo que dejó de serlo.

Últimamente vemos cómo determinados líderes y autoridades políticas se adentran en dinámicas del mismo tipo pensando que si repiten una historia mil veces terminará haciéndose cierta; no, no será cierta pero se instalará en el subconsciente ciudadano que es muchas veces lo único que les interesa

En cualquier caso, es evidente que nadie quiere hablar de estas cosas, unos porque saldrían muy mal parados y otros porque se tendrían que enfrentar a la pérfida realidad que es muy distinta a aquello que están haciendo creer a los ciudadanos.

El problema de fondo, en cualquier caso, no son ni los relatos ni quienes los cuentan sino nuestra nula acción por desmontarlos y desenmascarar a quienes viven de ello sea porque son profesionales de los medios sea porque son gestores de la política, que ni políticos ni mucho menos estadistas.

Es la tolerancia ciudadana la que permite que estas dinámicas no solo perduren en el tiempo, sino que, además, terminen siendo una forma de hacer política y de hacer noticias; ni unos ni otros cumplen con sus obligaciones constitucionales pero nada les pasa y siguen sacando povecho de tan diabólicas prácticas de las que, cuando gira la rueda, son los primeros en quejarse.

Ninguna sociedad auténticamente democrática permite lo que estamos permitiendo ni resiste lo que estamos resistiendo sin antes rebelarse frente a quienes han hecho de la construcción e instalación de relatos un modus vivendi.

Una sociedad auténticamente democrática no se deja engañar más de una vez y aquí estamos como adormilados, dejándonos estafar una y otra vez por personas que, además, se presentan como paladines de la verdad, del saber hacer y de la honestidad profesional.

Si queremos avanzar hacia un espacio de auténtica y plena democracia, un espacio que no necesite muletas ni adjetivos calificativos, entonces lo primero que debemos hacer es plantarnos ante quienes con tanta soltura no hacen otra cosa que mentirnos.

Pongámonos firmes y exijamos honestidad y sinceridad a nuestros políticos e información veraz a nuestros periodistas; a partir de ahí, las cosas se verán de una forma muy distinta porque la suma de ello sí que nos permitirá acercarnos a un conocimiento cabal de la realidad que nos rodea, lo que ya sería un buen comienzo.