Dirán que es anécdota, pero, jurídicamente, deviene categoría el hecho de que un hombre autodeterminado mujer y recluido por aquella decisión en una cárcel femenina deje embarazada a otra reclusa. Quizás si, más allá de decir que se siente esto o aquello, el sujeto inseminador (esta es la única cuestión sobre la que no podemos albergar duda ninguna) hubiese tenido que transitar morfológicamente hacia lo que decía ser, el embarazo habría resultado materialmente imposible, pero ahora ya no hace falta ni siquiera el dictamen de un médico especialista en la materia para que se nos aparezca una realidad paradójica: que una mujer, que lo es en exclusiva por el hecho de decirlo, pueda dejar embarazada a otra. Por supuesto nada de eso es identificable directamente con las relaciones sexuales que se producen entre las presas, aunque evidentemente no es lo mismo que dichas relaciones deriven de una mutua tendencia lésbica o de una mera necesidad, o que sean obligadas las que no lo son por las que ejercen su poder sobre ellas. El cuadro general arroja luz sobre una serie de cuestiones de las que ahora hablar parece anatema y cuyo enunciado o debate conducen a la condena social de quien las plantea. Pues vamos allá.

En primer lugar, la disolución de lo femenino y su efecto sobre la lucha feminista. Probablemente, éste es el más obvio y compartido, a izquierda y derecha, de los efectos letales de la nueva y dogmática perspectiva sobre la identidad sexual: si uno es lo que se siente, para empezar, entra en la contradicción de afirmar a la vez que no existen (o no deben existir) patrones definidos para hombres y mujeres (el rosa no es de chicas) para luego decir que, entre otras cosas, un@ se puede sentir lo que quiera (y que es chica quien tiene tendencia al rosa). El concepto mujer, sus características físicas más estandarizadas (menor fuerza, mayor resistencia, menor talla y envergadura y un atavismo de subordinación al hombre) son las razones para la existencia de la discriminación positiva en su favor. Sin una categoría definida de mujer, no hay juego para discriminar en las competiciones deportivas, ni para la separación en las cárceles o en los cuartos de baño, ni para nada que tenga que ver con identificar y distinguir a los unos de las otras, por ejemplo, la violencia de género. En fin, que hay algo de absurdo en el chiste de que las vacas blancas son mías… y las negras, también. Hay que decidir si existen dos categorías diferenciadas y a partir de ahí, actuar en coherencia con la decisión. Si se adopta la filosofía queer, que habla del sexo como un constructo cultural, ¿qué sentido tiene hablar de feminismos? ¿Quién o qué es ontológicamente mujer como para pedir su defensa, promoción, o reivindicación?

La filosofía queer se contradice esencialmente con la construcción penal de la violencia de género

En segundo lugar, el caso supuestamente anecdótico plantea una aproximación a la violencia entre personas desde una perspectiva distinta a la que plantea el feminismo y que ha acabado cuajando en la legislación: si una mujer se autodetermina hombre y lesiona a su mujer, con la que mantiene una relación que para él es heterosexual y para ella tal vez lésbica, ¿deben serle aplicados los protocolos de violencia de género? Y si la respuesta es no, ¿por qué se discrimina entre el hombre que pega a su mujer y la mujer que se siente hombre y pega a su mujer? ¿No hemos dicho que la persona es lo que se siente? Y si es que sí, ¿por qué entender solo machista la mujer que se siente hombre y pega a su mujer y no a la mujer lesbiana que pega a su pareja, también mujer? La confusión evidente deriva, a mi juicio, en una verdad: más allá de la educación en los valores de igualdad y respeto entre las personas, y la lucha para erradicar los atavismos machistas que siguen reproduciéndose en las relaciones sociales y afectivas, en el ámbito penal, y como se ha hecho siempre, debe castigarse el abuso de superioridad, sea físico o mental, de una persona sobre otra y en su caso, con las agravantes de las relaciones familiares en el sentido más amplio de la palabra, sea para abusar o agredir, sobre infancia, ancianidad o en general vulnerabilidad. Pero no entender que la mujer, como categoría, es más vulnerable a la agresión que el hombre, también entendido como categoría, y sobre todo en este nuevo contexto en que dichas categorías se niegan. La filosofía queer se contradice esencialmente con la construcción penal de la violencia de género.

Es evidente la incapacidad de la legislación para descender al caso particular, sobre todo cuando hablamos de relaciones humanas, pero más aún cuando el legislador manifiesta desconocimiento de esa estructural limitación de la norma. El ejemplo que hace saltar por los aires toda la verborrea política y su trasunto jurídico en esta materia sería el de nuestra presa inseminadora que hubiera cometido por la fuerza su acción. ¿Cómo sería considerada esa violación? Me avergüenza pensar que la respuesta debería darla una mujer, sea Irene o Yolanda, se sienta o no tal, porque yo sí soy una mujer, yo sí formo parte del colectivo femenino y me ofende hasta decir basta tener que admitir que ellas (con todos sus inventos) también forman parte de este club. Un club, por cierto, en el que se ponga como se ponga cada cual, milita la mitad de la humanidad. Ya saben, XX, XY.