Mi bienquerido amigo el periodista y escritor Rodrigo Cota, sufrió un infarto la semana pasada. Cota, que además de un genio de las letras, es un excelente cómico a tiempo completo –os recomiendo encarecidamente la lectura de su blog– escribió una columna sobre su fallo cardíaco a los dos días de haberlo padecido y desde la UCI del hospital en donde estaba ingresado . El artículo, que se presenta acompañado por una ilustración del periodista encamado, es una breve celebración de su infarto y, sobre todo, un manifiesto en contra de los consejos de vida saludable que le intentan imponer. Que a un tipo al que le acaba de dar un infarto (infartito, como él dice) tenga el humor y las ganas de escribir ya es bastante. Pero que lo haga riéndose de su propia desgracia, es la leche. Entre los aplausos colectivos por el ingenio del artículo y del propio infartado, se levantaron también una horda de voces molestas con el escritor, acusándolo de irresponsable e insensato por reírse de algo tan serio como un infarto. Su infarto.

Admiro la preocupación de los desconocidos hacia otros seres humanos igualmente desconocidos, pero echo de menos el sentido del humor en general, y de la ironía en particular. Viendo la indignación causada, tengo que reconocer con la boca pequeña que yo me partí de la risa con el artículo. Tanto, que estoy esperando deseosa el segundo episodio, para cuando se repita el fallo cardiaco de Rodrigo o, por ejemplo, se asfixie en su casa tras haber provocado un incendio por un pitillo encendido. Soy amiga de Cota, y os prometo que no tengo ningún interés en que se muera.

Algo parecido a esto me pasa a mí cuando intento explicar con gracia la anorexia nerviosa que sufrí durante más de cuatro años. La gente se pone lívida. En una fiesta en un piso mientras estudiaba en la universidad, y hacía chistes sobre mi pasado anoréxico, una chica que estaba allí me pidió que no lo hiciese porque le afectaba mucho. Resulta que la chica estudiaba psicología. No, no es broma. Once años después de recibir el alta, sigo teniendo un montón de problemas para hablar de mi anorexia. Lo primero que piensa la gente cuando se entera es que sigo siendo anoréxica y lo segundo, después de verme beber las cervezas en jarras y comer con despreocupación, es que nunca la tuve. Después de pasarme cuatro años asistiendo a una horrible terapia en la Unidade de Trastornos de la Alimentación de Santiago, rodeada de zumbadas suicidas que me enseñaban las marcas de sus cortes de venas y comían pasta de dientes en el baño de la unidad, me cabrea bastante no poder presumir de que yo también fui una de ellas.

Nunca me planteé la posibilidad de cortarme las venas porque aquello supondría un ingreso hospitalario y enchufarme a una sonda alimenticia que me volvería asquerosamente gorda y deformaría mi nariz

Es como si a la gente le molestase un montón que no me ponga a llorar cuando digo con sorna que la regla me vino tan tarde que casi no me viene, o que me pasé meses soñando con croissants y sándwiches de queso fundido mientras hacía cálculos para conseguir el peso perfecto y apartaba las moscas que intentaban hacerse con mis huesos. Pero que, sin embargo, nunca me planteé la posibilidad de cortarme las venas porque aquello supondría un ingreso hospitalario y enchufarme a una sonda alimenticia que me volvería asquerosamente gorda y deformaría mi nariz. Y loca sí, pero fea nunca.

Después de las críticas a la gestión coronaria de Rodrigo, me acordé de la que se montó hace unos días por el sketch de José Mota en donde un médico tiene que comunicar una enfermedad terminal al paciente y éste se empeña en que el facultativo le mienta hasta salir de la consulta completamente curado. Vi el sketch y me pareció de una blancura propia de Mimosín. No voy a hablar de la detención y encarcelamiento de unos titiriteros, ni del secuestro de la revista El Jueves por una portada sobre la monarquía, ni de que posiblemente Letizia viniese conmigo a terapia. Por cosas como ésta, el humor oficial en España –el que se puede ver en los medios de comunicación masivos- es un intento muy edulcorado de hacer puta gracia recurriendo al chiste de taberna. Ricky Gervais, Louis CK o Amy Shummer no se andan con chiquitas cuando se quieren reír de si mismos, de los judíos, los negros, los niños enfermos, los calvos, las feministas y todos y cada uno de los colectivos sociales, hasta que consiguen que te revuelves en la silla indignado contigo mismo. Éste es uno de mis monólogos preferidos de Louis CK.

Ricky Gervais, Louis CK o Amy Shummer no se andan con chiquitas cuando se quieren reír de si mismos, de los judíos, los negros, los niños enfermos, los calvos, las feministas y todos y cada uno de los colectivos sociales

Dicho lo cual, en las cárceles y tugurios de España hay excelentes cómicos y medios de comunicación alternativos cuyo nombre no puedo mencionar porque en El Nacional son muy sensibles con lo de hacer publicidad a otros.

Lo de la hipersensibilidad es un fenómeno curioso. La misma gente que no soporta que hagas gracia de enfermedades propias superadas se despacha a gusto comentando el cáncer con metástasis del vecino de arriba, y no tiene problemas en votar a partidos políticos que recortan tanto en sanidad que las anoréxicas se van a tener que llevar el tupper de casa. Qué hartita estoy de la hipersensibilidad, carallo.