Las reacciones a partir del descubrimiento del CatalanGate son múltiples y variadas: mientras unos tratan de banalizar el espionaje, otros de encubrirlo y no pocos simplemente de silenciarlo para ver si mediante el silencio mediático y el paso del tiempo se nos olvida que estamos ante uno de los más graves escándalos conocidos desde la Transición y que tanto impacto tiene y tendrá en una Europa que mira al estado español con preocupación y a sus ciudadanos con lástima.

Mientras todo esto pasa, otros que nos hemos visto directamente afectados por tan escandaloso como delictivo proceder, vamos repasando situaciones, agendas, vivencias, documentos y resoluciones para ir atando cabos de cuán profundo es el daño infligido no solo a nuestra intimidad y derechos, sino, también, a un sistema que se presenta como democrático cuando no lo es. “Democracia plena”, le llaman, pero no es más que una triste tramoya que aparenta representar un escenario democrático que, bien visto, dista mucho de serlo.

En dicho proceso de búsqueda y encaje de piezas vamos atando unos cabos con otros, lo que nos lleva a poder afirmar que toda paciencia tiene un límite a partir del cual se deja de considerar como tal. En mi caso, la paciencia dejó de ser una virtud porque la persecución, el ultraje, el desprecio, las amenazas, el acoso y el espionaje han superado cualquier punto asumible por una persona que solo pretende vivir en un estado auténticamente democrático.

Echando la vista atrás veo que, seguramente y en lo que a mí respecta, todo comenzó a partir del 10 de diciembre de 2017, justo después de ganar el primer lance de la batalla del exilio, cuando el director de un medio de comunicación se preguntaba: “¿Es que no se enteraron de que Puigdemont estaba preparando su huida a Bélgica, a través de abogados cuya pasada trayectoria debería mantenerles de por vida en el punto de mira de cualquier servicio de inteligencia?”.

Visto en perspectiva, no era una pregunta retórica, sino un claro señalamiento de lo que se debía hacer para, de esa forma, neutralizar la defensa de los exiliados y, cinco años después comprobamos que esa “pregunta” sí ha sido plenamente comprendida no solo por la inteligencia española sino por todos aquellos “patriotas” que creen que “salvar la patria” bien vale la comisión de cualquier delito, porque el fin justifica los medios.

Por ahora, y en lo que respecta a 2018, desconocemos cómo se fue trabajando en la línea marcada por el cuestionable periodista, pero algunas pistas tenemos a partir del descubrimiento de balizas en el coche del president Puigdemont, la detección de seguimientos en Bélgica y Alemania, allanamientos ilegales en mi despacho, amenazas escritas y verbales, así como un número relevante de otros incidentes que nunca han sido mínimamente investigados.

Lo que sí sabemos es que, como nada de eso daba resultado, en 2019 se pasó al espionaje oficial, aquel realizado por el CNI con autorización del juez del Tribunal Supremo Pablo Lucas Murillo y que se prolongó por más de un año mediante continuas prórrogas que autorizaban la interceptación de mi teléfono y, luego, se pasó al espionaje con Pegasus que se desarrolló a partir de 2020, materializado por la empresa NOS y por cuenta de sujetos aún por determinar.

En paralelo, la íntima amiga de la esposa del periodista me abrió una segunda causa penal, esta vez por blanqueo de capitales, basándose en el testimonio premiado de un presunto asesino y cuyas declaraciones no han resistido ni la más mínima prueba científica, pero ahí sigue dicho procedimiento un curso inexorable hacia un juicio absolutamente injusto.

El magistrado que ocupaba la posición de juez de garantías de las actividades del CNI y que conocía el contenido de mis conversaciones, al mismo tiempo, estaba resolviendo asuntos judiciales en los que yo actúo como abogado defensor

En cualquier caso, y volviendo a lo del espionaje, ahora conocemos muchas cosas, algunas ya hechas públicas, otras que lo irán siendo poco a poco, pero de lo que no me cabe duda es de la relevancia que tan infames prácticas tiene a efectos de valoración de comportamientos democráticos, incluso del encaje de algunos en conductas claramente delictivas.

Durante el año 2019 y hasta comienzos de 2020, mediante sucesivas prórrogas, el CNI fue interceptando mi teléfono con la autorización, trimestre a trimestre, del juez del Tribunal Supremo Pablo Lucas Murillo quien, al mismo tiempo que autorizaba estas escuchas actuaba como juez y ponente en diversos procedimientos contencioso-administrativos que afectaban al president Puigdemont, Toni Comín, Clara Ponsatí y, también, los del president Torra, en los cuales yo era y sigo siendo el abogado defensor.

Para quienes se hayan perdido, la cosa es sencilla: mientras por mi parte, y junto a mi equipo, trabajábamos en las líneas de defensa de los temas electorales de los exiliados y del president Torra, el magistrado ante quien estábamos actuando ocupaba, como si eso fuese compatible, la posición de juez de garantías de las actividades del CNI y, por tanto, conocía el contenido, total o parcial, de mis conversaciones cuando, al mismo tiempo, estaba resolviendo asuntos judiciales en los que yo actúo como abogado defensor.

Conoció, por tanto, toda nuestra estrategia de defensa, incluidos los criterios que usamos para recusarles —también a él—, antes siquiera de que nuestros escritos llegasen a su mesa y tuviese que resolverlos ya no como “juez del CNI”, sino como ponente de las diversas causas contencioso-administrativas surgidas a partir de la elección como eurodiputados de los exiliados o del proceso de destitución del president Torra.

La gravedad de tal conducta es fiel reflejo de aquello que vengo denunciando desde hace años: una expropiación del Estado y sus estructuras por parte de personas que se sienten por encima de la ley y que se han autoatribuido la defensa de la unidad de la nación española.

No existe explicación ni excusa alguna que justifiquen que un juez pueda espiar mis conversaciones por la mañana y ponerse a resolver mis escritos por la tarde. Eso se adentra en el ámbito de la falta de imparcialidad y traslada la discusión al ámbito de lo penal.

Las líneas defensivas del magistrado Pablo Lucas Murillo irán por diversos sitios, pero ninguna supera el baremo establecido por el propio Tribunal Supremo en el caso del juez Baltasar Garzón que, por mucho menos, fue duramente condenado por delito de prevaricación.

Se dirá que las escuchas no coinciden con la fecha del dictado de las sentencias; falso, porque coinciden con las fechas de toda la tramitación de los distintos procedimientos que llevan al dictado de esas sentencias y resoluciones. Las sentencias no caen del cielo, sino que son producto de unos determinados procesos durante los cuales el juez Pablo Lucas Murillo estaba escuchando mi teléfono.

Se dirá que cuando acordaba las prórrogas no escuchaba las cintas con mis interceptaciones; falso, porque es inasumible que cualquier juez acuerde prórrogas de intervenciones telefónicas sin hacer un mínimo control de los resultados previos y de la necesidad de continuar con la medida.

Se dirá que al tratarse de escuchas del CNI, no aplican los criterios jurídicos que se usan en las causas penales; falso, porque de ser así, primero, no existiría ni sería necesario el juez del CNI y, segundo, se estaría estableciendo un criterio incompatible con los derechos afectados, como son el del secreto de las comunicaciones, el de la intimidad, el del secreto profesional, etc.

Existe una expropiación del Estado y sus estructuras por parte de personas que se sienten por encima de la ley y que se han autoatribuido la defensa de la unidad de la nación española

No existe justificación alguna para lo sucedido, que, además, termina siendo fiel reflejo de aquello que muchos han asumido como lógico hasta ahora: contra los independentistas y sus abogados todo vale, porque lo primero es la indisoluble unidad de la nación española.

Pero el daño generado no solo abarca a los procesos contenciosos que ha resuelto el magistrado Pablo Lucas Murillo, el mismo se extiende a los temas penales que estamos llevando en el propio Tribunal Supremo —pensar que existen compartimientos estancos dentro de dicho tribunal es pensar desde la más absoluta ingenuidad— y, como si nada de eso fuese bastante, no podemos olvidar que todos esos procedimientos en los que ha participado Lucas Murillo tienen su continuación en otros tantos procedimientos europeos que se ven afectados, irremediablemente, por una actuación incompatible con la legalidad vigente.

No olvidemos algo esencial: el espionaje del CNI y el de Pegasus no pretendían esclarecer delitos, porque ninguno se ha cometido, sino, simplemente, recabar información y, en mi caso, recabarla respecto a la estrategia y pasos a seguir en la defensa de los exiliados y otros muchos líderes independentistas que, por mucho que les pese, siguen siendo sujetos titulares de derechos básicos como es el de defensa.

No me equivoco al decir que durante el espionaje del CNI y el espionaje con Pegasus se ha atacado la esencia misma de un estado democrático y de derecho afectando a algo tan esencial como es el derecho de defensa o, dicho en palabras del propio Tribunal Supremo, se ha acudido a “prácticas que en los tiempos actuales solo se encuentran en los regímenes totalitarios en los que todo se considera válido para obtener la información que interesa, o se supone que interesa, al Estado, prescindiendo de las mínimas garantías efectivas para los ciudadanos y convirtiendo de esta forma las previsiones constitucionales y legales sobre el particular en meras proclamaciones vacías de contenido”.

Insisto, no existe ninguna justificación para lo sucedido y, a partir de la constatación de estos hechos, ya solo falta saber cuál va a ser el proceso de exigencia de responsabilidades sobre este concreto espionaje, así como las consecuencias que ello tendrá en el ámbito de los procedimientos que estamos siguiendo en Europa.

Basta ya de seguir guardando silencio, eso es complicidad, ya que cada cual tendrá que asumir las consecuencias de sus propios silencios porque cuando todo termine por aflorar igual comprobamos que espiados hemos sido muchos y ninguno por razones siquiera legalmente justificables… y ya no estoy hablando de ética.

En cualquier caso, mientras todo esto sucede, lo que sí tengo claro es que estoy harto, cansado y cabreado de tener que vivir bajo un constante escrutinio, una permanente sombra de sospecha y un insistente y demoledor acoso que solo pretende destruirme como persona y como profesional y, todo ello, por un único motivo: hacer mi trabajo y hacerlo bien.

Dicho esto, que nadie se confunda, de mi hartazgo, cansancio y cabreo es de donde saco y sacaré las fuerzas para seguir haciendo lo que vengo haciendo, que no es otra cosa que defender unos mínimos estándares democráticos de los que tan alejados están quienes nos han espiado y quienes guardan un silencio cómplice que, seguramente, es lo que más me molesta y duele.