El empecinamiento de algunos con la persecución del independentismo les está haciendo perder cualquier perspectiva que, sin duda, ha de tenerse presente cuando se pretende abordar cualquier problema y que, básicamente y dicho muy simplemente, pasa por determinar si el remedio es mejor o peor que la enfermedad. Atacar al independentismo, y especialmente al entorno del president Puigdemont, se ha convertido en una bandera de enganche que llama a muchos a traspasar cualquier límite, porque, de una parte y por ahora, no conlleva consecuencias legales y, de otra, porque piensan que así podrán medrar en sus respectivas carreras o, como mínimo, hacer patria... que siempre queda bien y no se sabe cuándo dará sus frutos.

Si al comienzo de la judicialización del procés todo era rebelión, golpismo, sedición, desobediencia, ahora, una vez que se comienzan a dar cuenta de lo ridículo que eso queda, se ha pasado a una segunda línea argumentativa en la cual todo es malversación, blanqueo, prevaricación o lo que sea, porque, en definitiva, de lo que se trata es de enlodar reputaciones, distraer a la gente de sus funciones y tratar de criminalizar, por la vía que sea, a todo aquel que consideren sea necesario debilitar e, incluso, aniquilar.

Los casos son múltiples, pero el patrón seguido es siempre el mismo: se identifica a un objetivo, se le señala y desprestigia públicamente y a través de determinados medios, para, luego, instarse los correspondientes procedimientos penales a través de los cuales se pretenderá demostrar que el previo señalamiento y desprestigio tenía un fundamento y, si finalmente, el proceso termina no llegando a condena qué más da porque la sombra de duda habrá quedado como marca indeleble para el futuro. El argumento “legitimador” de tal actuación será siempre el mismo “la ley es igual para todos” o, como repetía este miércoles en el Parlamento Europeo, cual papagayo entrenado para ello, un cachorro de la extrema derecha “sin ley no hay democracia”.

En realidad, y a estas alturas del proceso represivo, todos sabemos que: 1) la ley no es igual para todos, porque ante identidad de hechos no se está aplicando identidad de norma, y 2) solo con la ley no hay democracia, ya que lo relevante es que las normas se interpreten y apliquen desde una perspectiva democrática. No es la “ley” como tal, la que concede la condición de democrático a un sistema, sino la aplicación que de ella se hace... No me extraña la confusión que tienen los neofranquistas, porque en regímenes como el de Hitler o el de Franco siempre hubo “ley”, pero nunca democracia.

Los casos en que se está siguiendo este patrón, propio del lawfare, son múltiples y variados, pero algunos llegan, incluso, hasta lo esperpéntico, que es como mejor se puede apreciar cuán desviado es todo este proceder de quienes dicen defender la legalidad, de quienes dicen informar, de quienes dicen ser constitucionalistas y de quienes dicen actuar desde la imparcialidad.

Si al comienzo de la judicialización del procés todo era rebelión, golpismo, sedición, desobediencia, ahora, una vez que se comienzan a dar cuenta de lo ridículo que eso queda, se ha pasado a una segunda línea argumentativa en la cual todo es malversación, blanqueo, prevaricación

Someter a proceso penal a una persona por haber realizado un viaje al que acudía oficialmente invitado y por unos peajes de 15,22 euros es, abierta y claramente, un abuso de la función encomendada y un claro ejemplo de cómo se están utilizando los instrumentos del Estado no para “aplicar la ley”, sino para usarla como arma de destrucción humana. He decidido usar el caso de Josep Lluís Alay para explicar lo que está sucediendo, porque, de una parte, lo conozco bien y, de otra, deja al descubierto de manera sencilla lo que vengo sosteniendo.

Sí, a Alay le invitaron oficialmente a visitar Nueva Caledonia en representación del MHP Puigdemont y, por tanto, dicho viaje entra dentro de sus funciones... es un gasto propio de la función de desempeña. Además, le tocó ir, en función de su trabajo, a Lledoners, y entre Barcelona y la citada prisión hay que pasar unos peajes y la disyuntiva era muy clara: o cometía un delito de daños arrasando las barreras de esos peajes o los pagaba como parte del trabajo que tiene legalmente encomendado... Alay, hombre culto donde los haya, pero que de derecho sabe poco, fue capaz de llegar a la conclusión de que lo correcto era pagar esos peajes en lugar de embestir contra las barreras de los mismos.

A pesar de que sea algo tan obvio, después de una larga e inquisitorial investigación, se ha presentado una querella por esos dos hechos “criminales” y a Alay le tocará hacer el paseíllo hasta el juzgado con el consiguiente daño reputacional, económico y profesional que eso conlleva... El problema es que no se trata de un caso aislado, sino de algo a lo que ya nos hemos visto sometidos muchos por hechos tan estrambóticos como los que ahora afectan a Alay.

Seguramente, y si nos serenamos y nos tomamos el tiempo de investigarlo, comprobaremos que el gasto público generado por este tipo de persecuciones ni estaba previsto presupuestariamente ni se corresponde con los fines a los que el dinero público ha de destinarse... Peor aún, es que excede con creces el supuesto daño que se habría hecho a las arcas públicas.

La persecución del independentismo, y todo lo que le rodea, está generando una factura que tendremos que pagar entre todos, pero de la cual solo son responsables aquellos que, desde sus posiciones de poder, se han empeñado en medrar a costa de reprimir al independentismo, que ha osado cuestionar la indisoluble unidad de la nación española, o a los abogados que entendemos que un estado ha de ser no solo de derecho sino también democrático.

¿Por qué no preguntamos cuánto ha costado a las arcas públicas el perseguir a Alay por estos 15,22 euros? Igual nos llevamos dos grandes sorpresas: que el costo del proceso ha sido muy superior, y también, que esos 15,22 euros fueron donados por Alay a las arcas públicas hace ya muchos meses... En cualquier caso, todos sabemos que, para algunos, si no es rebelión, es malversación.