Poco a poco se va comprobando como a los ciudadanos que resultamos molestos se nos va privando de derechos para, llegado a un punto, poder establecer que de lo que realmente se nos ha privado es de la condición misma de ciudadanos. A muchos esto les parecerá una exageración, pero créanme que no lo es y, seguramente, es la peor de las derivas autoritarias, porque está dirigida de manera individualizada, selectiva, silenciosa, pero tan grave como cualquier otra forma de represión.

Privar de derechos es algo que se puede hacer de muchas formas, pero, como digo, la más sibilina, seguramente la más perversa, es hacerlo de manera “suave”, sistemática y efectiva por vía de resoluciones judiciales que vayan perfilando un nuevo marco fáctico concreto: el de los no-ciudadanos. En esa categoría estamos muchos, pero son muy pocos quienes quieren verlo y muchos menos los que tienen la honestidad intelectual para aceptar que eso no solo sucede en alejadas teocracias o retorcidas dictaduras, sino, también, en España.

Obviamente, existen diversas interpretaciones para el concepto de no-ciudadano, unos lo conceptúan como el marco legal aplicable a los extranjeros, es decir, a aquellas personas que no gozan de la plenitud de derechos civiles y políticos inherentes a cualquier persona; pero, en los términos en los que estoy usando aquí, quiero referirme por no-ciudadanos a aquellas personas a las que se nos priva de derechos fundamentales, reconocidos a todos, en función de una distinción política y, en definitiva, sobre la base de un nacionalismo sustentado en el odio.

La privación o negación de la condición de ciudadano no es nada nuevo, ya desde antiguo los griegos hacían claras distinciones entre los ciudadanos, titulares de todos los derechos conocidos y reconocidos entonces, los metecos, que eran los emigrantes que conservaban su libertad, pero estaban privados de derechos civiles y políticos, y los esclavos que, por el contrario, ni eran libres ni tenían ningún tipo de derechos y que se les mantenía con vida por razones meramente económicas.

Aquí, en todo caso, estoy hablando de una situación intermedia, entre metecos y esclavos, en la cual se mantiene la libertad deambulatoria, sujeta a voluntad de los de siempre, pero se carece de cualquier protección legal frente a todo tipo de ataques por parte de aquellos que, por muy miserables que sean, son considerados como ciudadanos.

No faltarán quienes digan que no existen los no-ciudadanos, en realidad, parte esencial de dicha construcción radica en la negación de su existencia, por muchas evidencias que al respecto existan. La realidad supera la ficción y la ceguera entra en el ámbito de la complicidad.

Quiero referirme por no-ciudadanos a aquellas personas a las que se nos priva de derechos fundamentales, reconocidos a todos, en función de una distinción política y, en definitiva, sobre la base de un nacionalismo sustentado en el odio

Ser no-ciudadano es algo más que una sensación, es una situación fáctica y aberrantemente jurídica que se va construyendo a medida en que quienes actúan desde el odio y desde el poder van creando un marco de resoluciones por las cuales se va privando a una persona de sus más básicos derechos para dejar ese patrimonio de derechos reducidos a dos: la vida y la libertad… pero esta última siempre de manera provisional.

En principio, propios y extraños deberíamos gozar de los mismos derechos. Algunos podrán ser limitados, como sería el caso de los derechos de participación política para quienes no sean nacionales de un estado determinado, pero a nadie se le debería privar de derechos tan básicos como son, en el ámbito constitucional y procesal, los derechos a la tutela judicial efectiva, a la igualdad ante la ley, a un recurso efectivo, a un juez imparcial, a la seguridad jurídica, al honor, a la intimidad y así tantos otros que componen ese patrimonio mínimo sin el cual no somos ciudadanos.

Desde un punto de vista teórico, también formal, a nadie se le priva de ninguno de esos derechos, pero llevamos ya años viendo como a algunos solo se nos reconocen tales derechos de manera formal pero no efectiva. Llevamos años viendo como algunos jueces anteponen sus creencias políticas, sus odios y su espíritu nacional para ir moldeando un escenario jurídico según el cual algunos hemos dejado de ser ciudadanos y, ahora, debemos conformarnos con seguir vivos y provisionalmente libres. En esto consiste el ser tratado como un no-ciudadano.

Dicho así parece una suerte de desahogo, pero visto con ejemplos seguramente lo comprenderemos mucho mejor.

Según consolidada doctrina del Tribunal Constitucional, “el derecho al honor protege frente a atentados en la reputación personal entendida como la apreciación que los demás puedan tener de una persona, independientemente de sus deseos (STC 14/2003, de 28 de enero), impidiendo la difusión de expresiones o mensajes insultantes, insidias infamantes o vejaciones que provoquen objetivamente el descrédito de aquella (STC 216/2006, de 3 de julio)”. Cualquier ciudadano puede apelar a que esta doctrina le sea aplicada en defensa de sus derechos.

Cuando se trata de los derechos de un no-ciudadano, el razonamiento es muy distinto y se llega a justificar que decir públicamente “menudo pájaro, impresentable, peligroso, elemento tan criminal, personaje tan escasamente recomendable, personaje que ya de por sí es espeluznante, facineroso, gentuza, marrullero, sucio e inmoral carcelero, o siniestro exetarra", entre otros, fuera de su contexto podrán resultar de mal gusto o un exceso verbal como afirma la sentencia mencionada, pero puestas en relación con lo que se pretende informar deben ser consideradas "expresiones críticas que minimizan la carga ofensiva que pueden conllevar”.

A nadie se le debería privar de derechos tan básicos como son los derechos a la tutela judicial efectiva, a la igualdad ante la ley, a un recurso efectivo, a un juez imparcial, a la seguridad jurídica, al honor, a la intimidad y así tantos otros que componen ese patrimonio mínimo sin el cual no somos ciudadanos

Nadie debe tener derecho a realizar estas manifestaciones y nadie está obligado a tolerarlas, porque ninguno de esos epítetos sirve de base para dar una información, sino que entran de lleno en lo que el Tribunal Constitucional estableció que ha de sancionarse: “la difusión de expresiones o mensajes insultantes, insidias infamantes o vejaciones que provoquen objetivamente el descrédito de aquella”.

Si la privación de derechos solo afectase a aquellos relativos al honor y la propia imagen, igual se podría llegar uno a acostumbrar y terminar viviendo desprovisto de ellos, pero el problema es que el proceso de despojamiento de derechos no se limita a ese ámbito, sino que se extiende a todas las facetas, mutando la jurisprudencia, violentando el derecho, tergiversando los hechos y, sin duda, cuantos actos sean necesarios para dejar algo muy claro: un no-ciudadano no tendrá reconocido ningún derecho.

Negar esta realidad es sencillo, asumirla muy complejo, pero si queremos realmente avanzar hacia una sociedad más democrática y justa, han de suprimirse categorías tan abyectas como esta de los no-ciudadanos y reconocerles sus derechos a todos, incluso a quienes no queremos o con quienes nada compartimos.

Lo abyecto del tema radica en que muchos de los que están llamados a garantizar y proteger esos derechos son parte del problema y están empeñados en, haciendo un uso torticero del derecho, de los recursos públicos y de las potestades concedidas, crear y consolidar una situación que para nada se parece a la propia de un estado democrático y de derecho. Para quienes guardan un cómplice silencio, simplemente decirles que cuando este tipo de situaciones se consolida, al final, no-ciudadanos podemos terminar siendo cualquiera.