La desescalada parece que solo lo será en términos médicos, porque el panorama que ya se vislumbra y al que nos iremos acercando en la medida que vayamos pasando de fase no parece nada alentador. Aún resulta difícil tener una visión global de cómo ha quedado todo tras la pandemia, pero hay cosas que ya se ven bastante claras, otras aún no.

Falta mucha gente por reincorporarse a la actividad, eso dicen, y tal vez por eso las ciudades se ven más vacías de lo habitual y aún con muchas actividades y comercios cerrados. La cafetería de la esquina de mi despacho no ha abierto aún, a pesar de disponer de terraza, y surge la duda sobre si no lo hace porque su dueño ha sido víctima del Covid o porque no resistieron el cierre de más de dos meses y medio. Es solo un ejemplo, la realidad es que sigue cerrada y eso puede ser la tónica de otros muchos negocios, lo que tendrá unas claras consecuencias económicas que, seguramente, aún no se están percibiendo del todo.

Lo económico marcará mucho los próximos años y la respuesta que a ello se dé también afectará a la convivencia y la forma en que nos enfrentaremos al futuro. Muchos quedarán excluidos de la “sociedad del bienestar” o, tal vez, se comprobará que nunca pertenecieron a la misma. La primera de las consecuencias de tan profunda crisis económica será la efervescencia social que traerá, y del cómo se canalice la misma o de quién la patrimonialice dependerá en qué tipo de clima o modelo político viviremos.

Pero no todo será económico, de hecho, la efervescencia o, mejor dicho, la crispación política ha comenzado mucho antes que la social y, en cierta medida, es la que está comunicándose hacia las calles y agitándolas de una manera y hasta unos niveles que luego serán difíciles de controlar y mucho menos de desescalar. El debate, la discrepancia y la confrontación dialéctica son una cosa positiva y necesaria, pero la crispación, el insulto y la política de trincheras es otra cuestión muy distinta. 

Una sociedad crispada es el peor de los escenarios que se requieren para los meses y años venideros, de eso deberían ser conscientes quienes dicen estar en política por vocación de servicio. Es ahora cuando veremos si era por eso o, simplemente, como forma de ganarse la vida o de conseguir cuotas de poder.

Si somos sinceros, si somos demócratas y si somos lo suficientemente valientes, esta pandemia y su desescalada pueden ser una gran oportunidad para poner coto a los abusos

Pero la culpa de todo no solo es de los políticos, hay grupos de poder que están viendo la actual situación como una gran oportunidad para aumentar ese poder y para esculpir el panorama que nos rodea a su imagen y semejanza o, mejor aún, en la forma en que ellos quieren y eso, cuando además no han sido elegidos por nadie, es tremendamente peligroso porque carecen de algo esencial: la legitimidad democrática para hacerlo, lo que unido a la inexistencia de contrapesos les convierte en un poder omnímodo, totalitario y absolutamente antidemocrático.

Lo que se está viendo en el “caso Marlaska-Pérez de los Cobos” es un claro ejemplo de cómo vienen funcionando desde hace años, tal vez desde siempre, algunas estructuras o grupos de poder que, en definitiva, son los que mandan, que es cosa distinta que gobernar. Nada de lo visto hasta ahora nos llama la atención y, seguramente, lo más novedoso es la sorpresa con la que muchos están viendo un fenómeno que viene de antiguo, solo que no les afectaba directamente.

Que dentro de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado haya amplios sectores que nunca se han visto impregnados de una cultura democrática, es algo que no debería sorprendernos; los ejemplos que apuntan en esa dirección son múltiples, variados y prolongados en el tiempo. La cuestión es saber hasta cuándo se va a permitir.

Que dentro de la judicatura haya grupos de poder que tampoco están imbuidos de valores democráticos y que interactúan para mantener su control sobre las altas instancias jurisdiccionales e interpretar la ley desde una perspectiva incompatible con las normas de la Unión Europea, también es algo sabido. Una vez más, la cuestión radica en saber hasta cuándo se va a permitir.

La combinación, complicidad e interactuación entre estos dos grupos de poder es una auténtica bomba de relojería que en 40 años de inconclusa Transición no se ha querido desactivar, bien por miedo, bien por incapacidad bien por comodidad o, peor aún, igual ha sido por miedo. El problema es que cada día que pasa se van haciendo más y más fuertes y, tiempo al tiempo, veremos cómo ese tic-tac de su explosiva relojería termina por deflagrar retrotrayéndonos a tiempos no tan lejanos.

Como digo, las estructuras de poder existentes dentro del Estado, las más profundas, están viendo en esta crisis una oportunidad y lo más grave es que en esta ocasión no entrarán al Congreso pistola en mano ni sacarán los tanques: simplemente actuarán usando aquellos mecanismos de los que disponen y que, además, llegan hasta parecer como legales y legítimos, cuando no lo son.

Llevamos años denunciándolo y el precio pagado, y por pagar, no es menor, pero hay que seguir haciéndolo si aspiramos a que no engullan lo más preciado que tenemos como sociedad que es la libertad.

Los métodos con los que operan son siempre los mismos, pueden cambiar los actores y las tácticas, pero no las estrategias ni las técnicas y, peor aún, el resultado siempre es el mismo: control del poder a costa de las garantías y estabilidad democrática para imponer un modelo de sociedad que ni es al que mayoritariamente aspiramos ni el propio de un estado miembro de la Unión Europea.

Si somos sinceros, si somos demócratas y si somos lo suficientemente valientes, esta pandemia y su desescalada pueden ser una gran oportunidad para poner coto a dichos abusos. Para hacerlo, y conseguirlo, ni caben medias tintas ni pensar que el mal de unos no es el de todos.

Lo que le está pasando al Gobierno de Sánchez es fiel reflejo, pero aún incipiente, de lo ya vivido en País Vasco y en Catalunya, porque esas estructuras de poder, más poderosas que un gobierno, no van a cejar en un objetivo que tiene, entre sus motivaciones, el impedir que avancemos hacia un escenario en el cual la mayoría estaríamos más cómodos, pero en el que ellos perderían su poder y modus vivendi.

Lo que está sucediendo y lo que se vislumbra en ese horizonte hacia el que vamos desescalando no parece muy halagüeño, pero cerciorarnos, con plena certeza de cómo será, es algo que solo podemos hacer con el paso del tiempo.

Lo mejor es asumir ya que nos quieren llevar al pasado, a una vida en blanco y negro, al NO-DO, al Tribunal de Orden Público y a todo aquello que algunos asumían como parte del pasado y otros tenemos claro que no está tan pasado y sí muy presente.

Probablemente, la única solución pase por, asumiendo los costos que ello tendrá, poner fin a esas estructuras de poder, desfranquizar las instituciones y embarcarnos abiertamente en un proceso de consolidación democrática. Esto implica, necesariamente, asumir que ha llegado la hora de terminar de hacer o simplemente hacer la auténtica y necesaria transición del franquismo hacia un modelo democrático compatible con los valores y principios rectores de la Unión Europea.