Llevamos meses instalados en todo tipo de especulaciones sobre una sentencia que solo conocen, o deberían conocer, los siete jueces que la han dictado. Sin embargo, no deja de sorprenderme la capacidad de generar nuevos, y no tan nuevos, bulos sobre la fecha y el contenido de dicha resolución que marcará, de una parte, el futuro de los acusados y, de otra, el futuro del conflicto entre el Estado y Catalunya.

Sobre la fecha, ya hemos visto que todas las previsiones, incluida la mía, se han incumplido, y ello por algo tan elemental como que el único que controla ese dato es el presidente de la sala sentenciadora: Manuel Marchena. Ahora bien, las múltiples razones que se han barajado para una u otra fecha entran, casi todas, en un ámbito que es impropio del derecho como es el criterio de oportunidad política para determinar esa fecha que, en principio, debía ser aquella en que estuviese lista la sentencia.

Que la misma sea notificada un lunes, en lugar de un viernes, no es jurídico y las explicaciones, más o menos sensatas, apuntan en la dirección de unos determinados intereses personales y políticos. Si una sentencia dictada por siete magistrados se hace pública un lunes es que también pudo serlo el viernes anterior o el martes posterior… Se trata de una fecha ajena a criterios jurídicos.

Es evidente que todo lo que rodea a este juicio excede de lo jurídico y que la partida que se está jugando tiene una serie de aristas que en nada benefician a la credibilidad del sistema. Si una sentencia no se puede notificar un viernes porque el sábado hay un desfile o un sarao o un partido de fútbol igual es que se trata de una sentencia que nunca ha debido dictarse.

Pero las especulaciones no sólo se han centrado en la fecha de la sentencia sino, también, en la calificación jurídica de los hechos y en las penas a imponer. El baile de delitos y penas no ha sido menor que el generado en torno a las fechas para su notificación.

Unos mismos hechos pueden ser calificados conforme a dos distintos tipos penales, de hecho, eso está previsto en el Código Penal y existe, incluso, una regla para saber cuál es la calificación que, en esos casos, ha de imponerse. En el caso del procés la cosa es bastante distinta: estamos ante unos hechos que no pueden ser calificados conforme a dos distintos tipos penales, sino que han de ser encajados en uno u otro de los tipos penales escogidos en su día para reprimir al independentismo catalán.

Partiendo de esta realidad es evidente que lo auténticamente arriesgado, en el ámbito de los bulos, es decantarse por una u otra calificación jurídica, porque la misma será, como la fecha de notificación de la sentencia, lo que considere el tribunal sentenciador… Esto no es derecho, sino el uso de instrumentos jurídico-penales para intentar solucionar un conflicto político.

Si estamos en el ámbito de la rebelión o en el de la sedición, es algo que resulta imposible saber para cualquier jurista. En realidad los buenos juristas, como por ejemplo los que forman el Tribunal de Schleswig-Holstein, ya dijeron que no estábamos ni ante rebelión ni ante sedición ni ante desórdenes públicos. El derecho ha dejado de ser relevante y, por tanto, me niego a tomar partido o decantarme por uno u otro tipo penal, pues será el que quieran.

Si algo podemos tener claro, es que la sentencia está lista, que ya no hay deliberaciones y que lo único que falta es que Marchena le dé al “botón nuclear” y sea notificada a los acusados y hecha pública

Otro de los temas sujeto a grandes especulaciones han sido las penas que se impondrán (en realidad ya están impuestas, pero no notificadas porque a estas alturas la sentencia está lista). Parte esencial de la problemática sobre la intensidad del “castigo” viene dada por la arbitrariedad de la calificación jurídica. Si no se sabe en qué conducta se encajarán los hechos, difícilmente se puede saber qué pena les corresponderá.

Ahora bien, lo que sí podemos tener claro son las diferentes consecuencias si se utiliza uno u otro tipo penal y, especialmente, las consecuencias que tendrá fuera del proceso ―políticas― y en otra fase del proceso ―como son los posteriores recursos y las subsiguientes órdenes europeas de detención y entrega―.

No es lo mismo una condena por sedición que por rebelión y ello por razones tan evidentes como que, hasta ahora, se ha usado y abusado del artículo 384 bis) del Código Penal para la suspensión de los cargos públicos. Dicha norma, prevista para delitos de “terrorismo”, se ha extendido, en su literalidad, a los, primero, procesados y, luego, acusados de rebelión. No cabe su aplicación en caso de una sentencia por sedición y eso tendría importantes consecuencias a nivel político.

Tampoco es lo mismo una condena por sedición, tipo penal tremendamente antidemocrático, que por rebelión. Basta recordar, por ejemplo, que el delito de sedición fue derogado en Alemania en 1970 a raíz de una sentencia de su Tribunal Constitucional que lo declaró contrario a la Constitución por esas mismas razones: ser antidemocrático. Otro tanto ocurre en Bélgica.

Igualmente, caben serias dudas sobre el encaje que puede tener el delito de sedición en contraposición con el Convenio Europeo de Derechos Humanos, al tratarse de una medida penal que castiga conductas que están amparadas por dicho convenio.

Es decir, las consecuencias que una u otra calificación jurídica pueden tener se extenderían más allá de este procedimiento y de los sentenciados para adentrarse en las fases posteriores: las de los recursos y las euroórdenes que están por venir.

En cualquier caso, creo que si algo podemos tener claro, es que la sentencia está lista, que ya no hay deliberaciones y que lo único que falta es que Marchena le dé al “botón nuclear” y la misma sea notificada a los acusados y hecha pública. Todo el resto no son más que especulaciones propias de un proceso que nada tiene que ver con el derecho y sí, y mucho, con la política y la configuración del Estado que se nos viene, es decir, de la forma que algunos quieren que tenga un estado que sigue teniendo en un panteón de honor a un dictador y que sigue siendo más franquista de lo que se quiere admitir.