Cuando en una confrontación la discusión se plantea en términos de enemigos en lugar de contrincantes o contrarios, la cosa no puede acabar bien. En el caso del conflicto entre Catalunya y el Estado todo apunta a que es eso lo que está sucediendo. La mejor muestra de ello es la creciente criminalización de todo lo que afecta al procés y el uso arbitrario de los instrumentos legales y de la justicia para conseguirlo.

En muchas ocasiones he dicho que el juicio celebrado en el Tribunal Supremo ―y su consiguiente sentencia― solo era la primera estación de una represión que actuaría en círculos concéntricos que terminaría por llevar la respuesta de los sectores más reaccionarios del Estado hasta allí donde consideren necesario para neutralizar e, incluso, quitar del medio al enemigo, que, en este caso, no es otro que el independentismo y, también, quienes les apoyan, comprenden o defienden.

Si se pudo llamar, y algunos insisten, rebelión a lo que no fue más que un acto democrático en el que se ejercitó la libertad de reunión, de manifestación y de expresión, qué nos puede entonces extrañar. Veremos, semana tras semana, que las causas se multiplicarán porque cuando la razón no acompaña, siempre habrá alguna norma para retorcer la ley y usarla en contra del enemigo.

En esta espiral en la que se han embarcado algunos, incluso en contra de los intereses del propio estado que dicen defender, iremos viendo como los casos y procesos serán cada vez más variados dependiendo de la imaginación de quien se siente en la necesidad de salvar a la patria de sus enemigos.

Por esto, estamos viendo como se criminaliza y sienta en el banquillo a un president de la Generalitat, se investiga a grupos de manifestantes y plataformas ciudadanas como si de organizaciones terroristas se tratase, se llama corrupción o malversación a cualquier actividad administrativa que no guste o que sea realizada por alguna enemiga o enemigo, se llama blanqueo a lo que no lo es, se llama encubrimiento a lo que tampoco lo es y, así, se continúa prostituyendo el Código Penal con una única finalidad: mantener la indisoluble unidad de la nación española y criminalizar a los enemigos.

La lawfare busca demonizar al adversario hasta convertirlo en enemigo y deshumanizarlo para hacer más sencilla su aniquilación

Los procesos penales en contra de los enemigos se van multiplicando poco a poco y, en nada, se transformarán en un laberinto de difícil comprensión sin un mapa que permita salir del mismo. Causas que no falten, porque mientras así sea veremos cómo no sólo se criminaliza al enemigo sino que, además, se le debilita, enloda, entretiene y, si por ahí salta la liebre, igual hasta se le condena.

El procedimiento de criminalización siempre es el mismo: se parte identificando a los objetivos en función que se le atribuya una mayor o menor relevancia en el bando enemigo, luego se inicia una campaña de señalamiento, desprestigio y enlodamiento para, finalmente, criminalizarle mediante el correspondiente procedimiento penal. A partir de ese momento, todo lo previo se comprende mejor y ya no es un tema subjetivo sino objetivo que “está en manos de la justicia”.

Este tipo de actuaciones tiene un nombre: lawfare y siempre funciona de la misma forma, adaptando la dinámica comisiva en función de las peculiaridades del país en donde se va a aplicar; tanto da si es Brasil en contra de Lula, Perú en contra de Humala, Ecuador en contra de Correa o España en contra de Puigdemont. En todos lados sucede lo mismo y junto con atacar a la pieza principal también han de cercarse, acorralarse y, de ser posible, cazar a piezas secundarias que son las que componen su entorno porque en contra de los enemigos toda acción es válida.

El mayor riesgo que corre una democracia y, sobre todo, una imperfecta y sin sólida tradición y cultura democrática, es caer en este tipo de dinámicas en las cuales, al final, el control de lo que va sucediendo y de lo que sucederá pasa de las manos de los poderes constituidos a las de los poderes fácticos que carecen de cualquier tipo de control y contrapeso. El mejor símil para describir este tipo de situaciones es el del autobús que va sin conductor llevándose por delante todo lo que pilla en su camino. En España está sucediendo eso a pesar de que muchos lo nieguen y otros no lo quieran ver.

Quienes creen que usando la lawfare, criminalizando al independentismo y su entorno, van a conseguir convencer se equivocan; lo que están haciendo es justo lo contrario, dando fuerza, más si cabe, a un movimiento que cada día se me antoja como más imparable. Quienes tienen visión de estado son los llamados a poner coto a esta dinámica que sólo va en contra, por una parte, de la indisoluble unidad de la nación española y, por otra, de la propia esencia de lo que ha de ser un sistema democrático y una democracia consolidada.

Para solucionar un conflicto, sea el que sea, lo básico es, primero, desinflamarlo y, luego, reconocer al adversario, que no enemigo, una legitimidad para ser parte de la solución. La lawfare, que es la que se está aplicando, busca justo lo contrario: demonizar al adversario hasta convertirlo en enemigo y deshumanizarlo para hacer más sencilla su aniquilación. Dicho más claramente, nunca se ha solucionado ni se va a solucionar un conflicto que venga planteado en términos de enemigos.

La salida del escenario de conflicto pasa, por tanto, por determinar cuál es el objetivo: solucionar o aniquilar. Si se opta por lo primero entonces no se puede hablar de enemigos sino de adversarios, con todo lo que ello implica, y, por el contrario, si se opta por lo segundo, entonces, y solo entonces, cabe hablar de enemigos con las consecuencias que de ello se derivaría, pero hay que tener presente que en democracia no existen los enemigos y al adversario se le reconoce, se le respeta y se le da el espacio que necesita para, sobre esa base, generar un diálogo que permita avanzar hacia un marco en el cual encontrar soluciones aceptables para ambas partes.