Llevamos mucho tiempo mirando hacia Polonia y Hungría, países que, por sus problemas sistémicos, ponen en peligro a la Unión Europea, lo que esta representa y, también, su propia continuidad en ese club.

Se trata de países que, siendo aparente o formalmente democráticos, no alcanzan unos mínimos para poder ser tratados como tales o, visto desde otra perspectiva, no llegan a los mínimos necesarios para formar parte de un club que, sin ser perfecto, es el mejor al que se puede pertenecer en estos momentos.

Poco a poco vamos viendo cómo los desmanes que allí se cometen en materia de derechos y libertades van siendo detectados y, lentamente, reprochados y, si se puede, corregidos por las instituciones europeas, bien directamente o a través de diversas resoluciones del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE).

Una de las funciones, a mi juicio, de las más importantes que tiene encomendada el TJUE, es dar la correcta interpretación del derecho de la Unión, que es el conjunto de normas que permite el acercamiento de las legislaciones, la unificación de criterios y avanzar hacia una Europa unida o unificada bajo determinados criterios o principios rectores que garantizan unos estándares democráticos más que aceptables, aún cuando no sean perfectos.

Dicho en otros términos, al TJUE le está correspondiendo ―a través de su función interpretativa― la tarea de marcar unos niveles que permitan a todos los estados miembros de la Unión acompasarse en términos de calidad democrática. Es el TJUE quien está poniendo el listón en materia de democracia.

Entre los temas más comentados o temas estrella, en relación con Polonia y Hungría y que van en directa relación con los derechos y libertades de sus ciudadanos, está el de la independencia de su sistema judicial.

No cabe duda de que garantizar las libertades públicas, los derechos de las minorías y la independencia judicial son pilares fundamentales de la carta fundacional de la Unión Europea y es el faro que guía las resoluciones del TJUE.

A diferencia de Polonia y Hungría, en España se ha avanzado, con imperfecciones, en el respeto y garantías de una serie de derechos básicos y, especialmente, respecto a grupos oprimidos, maltratados o discriminados, pero no se ha hecho lo mismo en materia de derechos de las minorías nacionales.

El problema en España no va, como se nos quiere hacer creer, de independencia judicial, sino de falta de imparcialidad judicial, que es tan grave como la falta de independencia

Otra diferencia con Polonia y Hungría es que en España no parece que exista un auténtico problema en materia de independencia judicial, entendida esta como la autonomía e independencia de cada uno de los miembros del poder judicial, que son muy suyos, quiero decir muy soberanos, a la hora de resolver conforme a sus criterios y sin depender de dictados externos. Esta independencia está garantizada.

El mejor ejemplo lo vemos, día a día, con una serie de resoluciones que, sin duda, no son compartidas ni por las autoridades políticas ni por un amplio sector de la ciudadanía pero que se adoptan sobre la base de la independencia judicial. Cada juez es un mundo y cada uno de esos mundos es, evidentemente, independiente.

El problema en España no va, como se nos quiere hacer creer, de independencia judicial, sino de falta de imparcialidad judicial, que es tan grave, a nivel de problema sistémico, como la falta de independencia.

La falta de imparcialidad, que puede ser objetiva o subjetiva, es una vulneración de los derechos fundamentales de cualquier justiciable y si se acredita, implica, en el fondo, una merma de los derechos al debido proceso.

En España, junto con darse casos ―algunos los conozco y padezco― de falta de imparcialidad, tanto objetiva como subjetiva, el problema es la falta de imparcialidad en una vertiente que se confunde con la falta de independencia judicial. Me explicaré.

Cuando las altas instancias jurisdiccionales, así como los órganos de gobierno del poder judicial, tienen una marcada ideología y actúan en función de dichas creencias y de sus propios intereses políticos, lo que están haciendo es actuar de forma parcial, sea beneficiando a los cercanos o a quienes creen que mejor sirven a sus propios intereses o perjudicando a los contrarios.

Cuidado, nadie puede esperar ni exigir que los jueces, individualmente considerados y como seres humanos que son, no tengan ideología; sería absurdo esperarlo e, incluso, llegaría a ser preocupante tener jueces carentes de cualquier tipo de ideología.

Lo que se pide y espera de los jueces es que, teniendo una concreta y personal ideología, unas creencias o unos valores, se abstraigan de sus íntimas convicciones a la hora de resolver los asuntos que se les presentan. Esto, y no otra cosa, es lo que sucede en todos los estados democráticos y que cuesta que aquí se entienda.

Por ser un país estratégicamente relevante para los intereses de la Unión, lo que los demás estados miembros necesitan es que España no se transforme en una nueva Turquía o que sea la Polonia o la Hungría del Mediterráneo

Pero el problema en España es profundo y, como digo, radica en que los miembros de las cúpulas judiciales, y del propio poder judicial, no solo tienen ideología, individualmente considerada, sino, además, una agenda política concreta, en función de la cual la ideología sale del ámbito de lo íntimo y se transforma en faro de lo colectivo o institucional, proyectándose, incluso, a lugares más bajos del escalafón judicial que aspira a llegar a esas altas instancias.

Un poder judicial, unas altas instancias jurisdiccionales, así como un Tribunal Constitucional ideologizados y políticamente motivados son tanto o más peligrosos que lo que estamos viendo en los casos de Polonia y Hungría, donde lo que falta es la necesaria independencia judicial.

En cualquier caso, es necesario insistir que, a nivel de problema sistémico, pensar que las deficiencias existentes en Polonia y Hungría son peores que las detectadas en España es, simplemente, ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.

Las soluciones que la Unión, así como el TJUE, están aplicando a los casos de Polonia y Hungría son extrapolables a las que pueden terminar aplicándose al caso español. El error será pensar que a España no se le aplicarán por ser un país grande, un país potente, un país estratégicamente relevante para los intereses de la Unión.

Es un error pensar eso, porque, justamente, por ser un país grande, un país relativamente importante y, en cierta medida, estratégicamente relevante para los intereses de la Unión, lo que los demás estados miembros necesitan es que no se transforme en una nueva Turquía o que sea la Polonia o la Hungría del Mediterráneo.

La defensa que se ha venido haciendo desde el exilio ha puesto los focos, concretamente, en estos fallos sistémicos que son los que nos han traído hasta donde estamos en la actualidad.

Sin unas altas instancias jurisdiccionales, un poder judicial y un Tribunal Constitucional ideologizado, por ende, parcial, jamás se habría llegado a celebrar un juicio como el del procés, no existiríamos más de 3.000 represaliados, no habría exiliados ni se habría envalentonado un Tribunal de Cuentas, que no debería ir más allá de la fiscalización del gasto público.

Todo club tiene unas reglas, unos mínimos y si se quiere pertenecer de pleno derecho a él, es necesario no solo pagar las cuotas, sino, también, respetar las reglas del club… porque cuando no se respetan, primero vienen las sanciones, luego las expulsiones.