Cualquier banalización implica unos riesgos y ninguno positivo, pero, banalizar el derecho nos lleva a situaciones abiertamente absurdas que ponen en entredicho, incluso, la propia credibilidad del sistema jurídico. Esto, y no otra cosa, es lo que explica que el Tribunal de Apelaciones de París haya denegado la entrega de Josu Ternera a España por un presunto delito de lesa humanidad. Buscar cualquier otra explicación no es más que pretender banalizar la propia resolución denegatoria e, incluso, a la institución que la adoptó.

No cabe duda, nadie lo puede discutir, que durante las décadas de actividad de ETA se cometieron graves delitos. Negar que eso sea así es, también, banalizar lo sucedido con el serio riesgo de repetir esos trágicos errores que tanto dolor han generado.

Durante los años de lucha contra ETA se cogieron atajos, se aprovechó la estructura del Estado y su poder ilimitado y, también, se cometieron graves delitos, muchos ya conocidos, otros pendientes de conocerse. Negar que eso sea así es, igualmente, una banalización de lo sucedido, con el mismo riesgo de repetirlos y del descrédito que ello tendría para el sistema.

Teniendo claro lo anterior, deberíamos ser capaces de asumir que esa no es la vía para solucionar nada: ni el uso de la violencia generará una situación mejor o un escenario político más favorable a ningún proyecto ni banalizar el derecho y hacer un uso espurio del mismo servirá para resolver conflictos que, en su etiología, son claramente políticos.

ETA tardó mucho en comprenderlo, pero así lo asumió hace ya más de una década y, sin embargo, los métodos con los que algunos insisten en perseguir a quienes formaron —o no— parte de dicha organización distan mucho de haberse adaptado a una realidad afortunadamente superada.

Todo lo hecho por ETA no puede ser considerado como delito de lesa humanidad, el derecho no lo permite y sólo una absurda banalización del concepto y de las normas de aplicación puede justificar calificarlo de esa forma. Esto, en todo caso, no es una opinión subjetiva, sino lo que se desprende de un análisis de la jurisprudencia de los tribunales internacionales y del propio Tribunal Supremo español, que también se ha pronunciado sobre lo que es y lo que no es un delito de lesa humanidad.

El problema no radica en quienes hacen tal uso perverso del derecho sino en quienes lo permiten, en quienes miran para otro lado cuando va sucediendo y en quienes, incluso, llegan a asumirlo como una consecuencia lógica de cómo funciona el sistema

Empeñarse en ver manos negras, conspiraciones u operaciones de estado detrás de la actuación del Tribunal de Apelaciones de París es tanto como negar la existencia de un sistema jurídico independiente, con fuentes claras e interpretaciones racionales de las normas.

El problema no está en París. Ni lo de Josu Ternera era lesa humanidad ni lo del 1-O era una rebelión o una sedición y, porque no lo son pero se querría que lo fuesen, las reacciones son ahora tan parecidas a las vividas en aquel momento en que el Tribunal Superior de Schleswig-Holstein dijo que no veía ni la rebelión ni la sedición por la cual, luego, el Supremo condenó a duras penas de prisión.

La banalización del derecho y de su aplicación siempre es un riesgo que apunta en la misma dirección: la desestabilización de cualquier sistema democrático. En su día, y seguimos viendo las consecuencias, contra ETA todo estaba permitido y, ahora, contra el procés sucede lo mismo y más pronto que tarde veremos las consecuencias que ello tendrá para la democracia y, también, la credibilidad de las instituciones más allá de los Pirineos.

Pero no es necesario que acudamos a los ejemplos del terrorismo o del 1-O, basta con ver casos en que, incluso con mayor claridad, se pone en evidencia este uso arbitrario del derecho: la prohibición de las banderas independentistas… Se comenzó con ellas y ahora resulta que también es ilegal colgar banderas reivindicativas de los derechos LGTBI.

La sorpresa e indignación que ha generado la prohibición de banderas LGTBI refleja cuán poco miramos, analizamos y medimos las consecuencias de la banalización del derecho y de su aplicación. Si cuando se comenzaron a prohibir las esteladas, hubiésemos reaccionado adecuadamente, seguro que hoy no estarían prohibidas otras banderas que, para los de siempre, son igual de molestas o peligrosas porque cuestionan el tipo de sociedad en que esa gente quiere vivir.

Cuando el derecho se utiliza como instrumento para destruir a los enemigos no cabe duda de que no sólo no se cumplirá con la función propia del derecho, sino que, además, en el camino dejará un reguero de víctimas y terminará por modelar la sociedad a imagen y semejanza no del sentir social y mayoritario, sino de los deseos de unos pocos que, en el fondo, son unos totalitarios.

En París, lo que se ha establecido es que unos concretos hechos no eran constitutivos del delito por el cual se planteaba la reclamación, que estábamos ante un “abuso de calificación” y que, además, no encajaban en ningún tipo penal conocido

El problema, igual, no radica en quienes hacen tal uso perverso del derecho sino en quienes lo permiten, en quienes miran para otro lado cuando va sucediendo y en quienes, incluso, llegan a asumirlo como una consecuencia lógica de cómo funciona el sistema. Tan peligroso como la banalización del derecho es la asunción de dicho proceso como una realidad imparable, incontrastable y, peor aún, asumible acríticamente.

Aceptar este tipo de comportamientos no solo es un error, sino, también, una cobardía que solo servirá para consolidar una visión del Estado que dista mucho de ser democrática y que, además, en el camino dejará muchas víctimas, la gran mayoría inocentes.

Solo cuando asumamos que lo socialmente reprochable y lo auténticamente sancionable es la banalización del derecho y de su aplicación, habremos avanzado hacia una solución a un problema que está lastrando el desarrollo democrático y que nos va situando, día a día, más fuera del marco propio de la Unión Europea.

Por ahora, no parece que vayamos en la dirección correcta y, lamentablemente, veremos una y más veces ese uso espurio del derecho y de un arbitrario aprovechamiento de los instrumentos del estado. Como consecuencia de todo esto, no seremos pocos los que pasaremos a engrosar la lista de víctimas de algo que, mediante aplicación democrática del derecho, jamás sería conceptuado como delictivo.

En París, como ya sucedió en Schleswig-Holstein, lo que se ha establecido es que unos concretos hechos —por cierto, muy amplios y forzadamente poco claros— no eran constitutivos del delito por el cual se planteaba la reclamación, que estábamos ante un “abuso de calificación” y que, además, no encajaban en ningún tipo penal conocido. Esto y no otra cosa es lo sucedido, no busquemos conspiraciones, que no las hay, ni busquemos culpas más allá de quienes han pretendido abusar del derecho para tratar de instalar un relato que no se sostiene cada vez que se cruza la actual frontera.

Banalizar el derecho tiene estas cosas y, por ahora, pocas consecuencias para quienes lo hacen, pero va siendo hora de que todos tomemos consciencia de qué es lo que realmente está en juego y, en lugar de mirar para otro lado, en lugar de un silencio cómplice, nos comprometamos con una lucha nada cómoda en contra del abuso, la arbitrariedad y la mala aplicación del derecho.