Las ciudades han tenido un papel crucial en el progreso social. Son los lugares donde llega gente de muchos orígenes, conocimientos y visiones del presente y del futuro. En las ciudades se intercambian ideas, se reciben avances y se difunden a través de su territorio de influencia. Las ciudades son nuestras puertas al futuro. Un futuro que está preñado de cosas nuevas, que no tendríamos que controlar con las reglas del pasado, las que mejor conocemos y nos son familiares. Y aunque queramos, no podremos. Porque el futuro siempre encuentra rendijas por donde penetrar los búnkeres. Sus impulsores son las nuevas pautas de relación y demanda, especialmente de las generaciones más jóvenes, conjuntadas con las posibilidades de comunicación e intercambio que ofrecen las nuevas tecnologías.

Hoy, la coordinación de demanda y oferta de servicios de transporte mediante aplicaciones móviles o la contratación atomizada de alojamiento turístico son verdaderos campos de conflicto en Barcelona. Esta es la única ciudad importante del mundo en la que Uber no puede ofrecer de forma sustantiva sus servicios (la siguiente de Europa es Budapest, con un gobierno local de extrema derecha), que ahora son toda una trampa para turistas; y en la que el gobierno municipal mantiene una relación tan difícil con Airbnb, plataforma de alquileres de pisos para usos turísticos —aunque el alojamiento turístico en pisos es usado por una pequeña minoría de los turistas que visitan Barcelona—.

Los intereses instalados en los diferentes sectores defienden vigorosamente, con mayor o menor sutileza, su posición dominante ante estas amenazas disruptivas.

En estos momentos de cambio intenso nos jugamos qué papel ocupará Barcelona en el mundo del siglo XXI

Estos conflictos, sin embargo, se acabarán superando. Es ingenuo pensar que una ciudad que se cierra a los servicios de la economía compartida, como Uber o Airbnb, podrá a la vez preservar la capitalidad del Mobile World Congress, que seduce incluso a los que eran refractarios cuando lo tocan de cerca. Hay cosas que tienen que ligar. El problema es que el tiempo y la energía perdidos en estas batallas contra el futuro se tendrían que invertir en conseguir las mejores posiciones para Barcelona en el futuro que ya se está dibujando para las próximas décadas.

En estos momentos de cambio intenso nos jugamos qué papel ocupará Barcelona en el mundo del siglo XXI, el del progreso social o el de la reacción. Como Barcelona es la puerta de Catalunya al futuro, eso definirá la posición del propio país en las próximas décadas. Tenemos que hacer caso a García-Margallo y ser capaces de navegar por el espacio. Igual que lo han aprendido países como Dinamarca, Suecia, Finlandia, Holanda o Austria, todos demasiado pequeños para cerrarse para protegerse de los riesgos del futuro. Todos ellos han aprendido a ser flexibles para poder cambiar internamente y adaptarse a los cambios externos, que no pueden controlar ni de los cuales se pueden aislar.

Así no sólo pueden aprovechar mejor las oportunidades que ofrece el futuro. También han conseguido unos niveles de bienestar y de cohesión social punteros en el mundo. Los catalanes y los barceloneses también tendremos que aprender a ser más flexibles, a adaptarnos, y volver a cambiar cuando haga falta. Porque somos demasiado pequeños para encerrarnos dentro de casa y porque siempre que nos hemos abierto nos ha ido mejor. Ahora también.