El curso ha empezado en muchas escuelas, también en la universidad. En mi facultad, hemos escogido un sistema híbrido, con una clase presencial a la semana, y el resto no presenciales. Como os podéis imaginar, las clases presenciales se dan con distancia social, mascarilla y ventilación, siguiendo las directrices sanitarias. Jabón, gel de manos, entradas y salidas por caminos diferenciados... Micrófono de pinza cubierto de plástico para que podamos hablar y se nos oiga a través de la mascarilla. Todos nos tenemos que acostumbrar en este nuevo mundo, donde los dedos acaban oliendo al alcohol rectificado de los geles hidroalcohólicos, que dan un sabor amargo a todo lo que tocas. Prefiero el jabón.

Cada curso esperaba con ilusión las clases. Encontrarme cara a cara con los alumnos, poder explicar directamente experimentos y hallazgos, aquellos conceptos difíciles y abstractos, gesticulando como si hiciera teatro, para que sea más fácil la comprensión... un montón de pequeñas cosas intangibles, que ahora no tengo. Con las mascarillas puestas nos miramos, los alumnos y yo, pero yo sólo veo hileras de ojos que me miran fijamente. No sé si sonríen o no, no veo si aprietan los dientes o están relajados, sólo puedo intuir si flexionan los ojos, quizás... ¿Habéis intentado alguna vez interpretar los gestos de una cara sólo a través de los ojos? Me faltan referencias, no puedo saber si llego a su mente, si mi esfuerzo tiene receptor. Seguramente, mis estudiantes se sienten igual. Intento compensar la falta de expresión de la mascarilla con el tono de voz, muevo las manos, en un intento de colorear mi discurso, de tejer complicidades... Pero es difícil leer aquellas miradas sin palabras, y pienso que tengo que buscar alguna manera de añadir calor en aquella sala aireada, en la que las palabras flotan y se las lleva el viento fresco del otoño. Siento los uñetazos de la frustración. Me falta contexto. Sin embargo, me siento cerca de los estudiantes, porque me da la sensación de que yo tengo más recursos y ellos esperan de mí que podamos encontrar la manera de conectar. Me imagino las caras, intento poner nombres, pero es difícil construir todo el abanico de emociones sólo con los ojos.

Si una cosa aprenderemos los profesores en esta pandemia, aparte de gestionar la frustración, es a ser más humildes y a darnos cuenta de que sin alumnos no hay profesores que valgan

No es mucho mejor dar la clase por ordenador, porque con tantos alumnos, las cámaras y los micrófonos de los ordenadores están cerrados. Pregunto varias veces si me escuchan, porque hablo a una cámara y no sé dónde fijar los ojos. "¿Me oís bien?" "Síiiiii....". "Valeeeeee...". Me responden por el chat, y me animo, porque escriben como son, jóvenes y con expresiones de estar por casa. Sufro por no hacer ningún gesto inoportuno. Me esfuerzo de nuevo en hacer figuras con las manos que hago volar y enrosco delante de la cámara para que puedan imaginar aquello que yo imagino... Me falta contexto, voy viendo los nombres de los alumnos que entran y salen de la sesión, se van conectando y desconectando, pero no les puedo poner cara. Hablar y escuchar sin rostro, sin facciones. Redoblo mis esfuerzos por transmitir un poco de emoción. No sé si salgo adelante. Llega la hora del final de la clase y siento el vacío del silencio absoluto, ya no me oigo hablar por los auriculares. Cierro los ojos y deseo fuertemente que esta nueva normalidad tenga fecha de caducidad. Si una cosa aprenderemos los profesores en esta pandemia, aparte de gestionar la frustración, es a ser más humildes y a darnos cuenta de que sin alumnos no hay profesores que valgan. Y también que la pasión por el trabajo se transmite a kilómetro cero, mediante las emociones. Tengo ganas de que devolvemos a la normalidad de siempre, a ver caras y sonrisas, ojos brillantes y voces afiladas, codazos y caras de duda. Contexto, necesito contexto.