Con su punto de ironía, Oscar Wilde dijo “Puedo resistirme a todo, menos a la tentación”. Los humanos sabemos que ejercer autocontrol sobre las cosas que nos gustan es difícil. Septiembre, con el inicio de curso, es un mes donde solemos escribir largas listas de buenos propósitos. “Este curso me apuntaré al gimnasio y haré ejercicio tres días a la semana; este año me pongo a dieta para perder peso; definitivamente, este mes dejo de fumar; este curso me pongo a estudiar inglés…” exclamamos ante amigos y familia. Las intenciones son buenas, pero muchas veces acabamos haciendo justolo contrario a aquello que en voz alta nos propusimos, y muy a menudo procrastinamos, es decir, posponemos la implementación de los objetivos con todo tipo de excusas. Muchos somos procrastinadores expertos, y continuamente vamos cambiando la lista de prioridades. También es cierto que si estamos pasando una época de mucho estrés, no siempre nos sentimos capaces de emprender acciones que nos piden un esfuerzo suplementario.

Pero, ¿es realmente cierto que ejercer el autocontrol es tan difícil? ¿Cómo lo podríamos medir?. La percepción subjetiva nos indica que estamos ante una horquilla de decisión: por un lado, la tentación, aquello que querríamos hacer, y de la otra, lograr nuestro objetivo. Renunciar a la tentación supone un esfuerzo que no siempre estamos preparados para asumir, y cuando estamos bajo estrés, parece que nos cuesta mucho más mantener nuestro autocontrol. ¿Cuántas veces hemos llegado a casa, cansados del trabajo y tensos, y pensamos que nos apetece comer chocolate? ¿O beber una copa de vino? ¿O comernos una pizza, saltándonos la dieta que hacía pocos días que habíamos empezado? ¿Cómo se explica la paradoja de la poca concordancia entre las buenas intenciones y lo que finalmente acabamos haciendo? Hay teorías que asumen que renunciar a la tentación es un proceso costoso de posponer racionalmente un impulso a cambio de una gratificación diferida. Esta decisión racional y costosa es desgastante, de forma que cuando nos esforzamos mucho para autocontrolarnos, nos agotamos y acabamos siendo incapaces de esforzarnos más, como si se nos acabaran las pilas. Otras teorías asumen que la contradicción entre los buenos propósitos y lo que realmente hacemos se explica porque lo que decimos no refleja realmente lo que queremos hacer. Los buenos propósitos serían una manera de quedar bien, pero no asumiríamos la demanda real de esfuerzo que finalmente somos incapaces de llevar a cabo. Vamos, que somos un poco veletas.

La literatura está llena de ejemplos de tentaciones y de subterfugios para evitar caer en ellas. Por ejemplo, en la Odisea, Ulises evita sucumbir al hechizo de los cantos de las sirenas atándose al mástil de su barco. Sabía que los mortales no podían resistir su llamada letal, y de este modo, no evita la tentación, pero como está impedido físicamente, tampoco puede sucumbir. Este es un ejemplo de compromiso previo (precommitment), en que, para poder conseguir unos determinados objetivos, resistimos la tentación evitándola. Por ejemplo, si queremos hacer dieta y sabemos que hay una pastelería que hace unas ensaimadas buenísimas, damos una vuelta más larga para evitar pasar por delante. O si queremos ir al gimnasio o estudiar inglés, nos apuntamos con alguna amiga o compañero porque así nos es más difícil desistir. Así, hacemos acciones previas para asegurarnos cierto autocontrol. Pero, ¿podemos medir y cuantificar científicamente el coste del autocontrol? Esta es la pregunta que se hicieron unos investigadores, por lo que diseñaron una serie de experimentos relativamente sencillos para cuantificar cómo nosotros valoramos el autocontrol que tenemos que ejercer para evitar una tentación. El mérito de este artículo es que intenta obtener una medida subjetiva del esfuerzo del autocontrol. Os explico brevemente lo que han hecho y cuáles son sus conclusiones.

Los investigadores realizaron 5 experimentos con personas diferentes, todas a dieta y cuando estaban hambrientas. La tentación es comida, que llevan a la habitación donde está la persona sola, y se observa su comportamiento. Previamente, hicieron una serie de preguntas de forma que los investigadores conocían qué comida les era más atractiva y cuál les gustaba menos. El primer experimento consistió, durante media hora, en ponerlos en una habitación con la comida que más les gustaba y preguntarles cuánto estarían dispuestos a pagar (con un máximo de 10 dólares) para no estar expuestos a la tentación. Se realizaba una especie de subasta durante 30 minutos, de forma que si ganaban la apuesta, se les cambiaba la comida que más les gustaba por la comida menos tentadora, mientras que si perdían, continuaban expuestos a la comida que más les gustaba. Cuanto más subían el precio en la subasta para evitar la tentación de la comida, más valor le daban a la tentación y al esfuerzo de autocontrol para resistirla, ya que si se considera que la tentación es muy fuerte y difícil de resistir, la persona pagará más para evitarla en una acción de compromiso previo. Si no querían pujar o pagar más, se quedaban la hora completa ante la comida. Al final de la hora, se miró qué valor le dieron a su autocontrol y si pudieron resistir la tentación. Los resultados muestran que las personas están similarmente dispuestas a pagar cuando están ante la comida que les gusta (por lo tanto, tienen una buena percepción del coste del esfuerzo personal de renuncia), y que alrededor del 22% de los participantes, no pudieron resistir la tentación.

Se repitió el experimento con un incentivo económico. Quién resistía sin comer la hora entera, recibía 15 dólares al final. Este incentivo hizo que los participantes del ensayo se apresuraran a pagar para no estar expuestos a la tentación y a la vez, poder ganar el pequeño incentivo monetario. El 100% de las personas estudiadas aguantaron sin comer lo que les gustaba durante aquella hora. Para resistir la tentación, el incentivo económico es importante (lo que quiere decir que las personas medimos el esfuerzo respecto a la ganancia, y actuamos consecuentemente). ¿Y qué pasa si las personas están estresadas? Se repitió el mismo experimento con personas bajo estrés, en este caso, un estrés térmico. Para causar el mismo tipo de estrés a todos los participantes, se les hacía hundir el brazo en agua helada cada 3 minutos. El experimento muestra que el precio que estaban dispuestos a pagar para evitar la tentación en estas condiciones es más alto, es decir, bajo estrés, percibimos que resistirnos a lo que nos gusta o tienta cuesta más. Aun así, la proporción de participantes que se zampó la comida es similar a la del primer caso, un 23%. Pagamos más para evitar la tentación, pero al final quien tiene menos autocontrol, cae igual. Si añadimos un incentivo monetario al estrés, la gente resiste mejor la tentación. Finalmente, cuando se mira quién ha aguantado mejor, los que han pagado más o los que han pagado menos, se ve que cuando se tienta con la comida que menos  gusta, se paga menos y el precio va incrementando cuanto más apetecible es la comida. Además, quien ha pagado más para evitar la tentación suele ser también quién termina cayendo en ella, lo que quiere decir que los humanos tenemos una buena percepción del esfuerzo que nos cuesta resistirnos a la tentación. Estos ensayos preliminares (como bien dicen los investigadores) son interesantes porque permiten cuantificar y “poner precio” a nuestro esfuerzo de autocontrol. Sin embargo, faltan estudios comparativos teniendo en cuenta el género, y bajo distintas condiciones de estrés real.

Corolario, cuando proponemos buenos propósitos ya calculamos de entrada cuál es el esfuerzo que nos costará y, por lo tanto, cuál es, aproximadamente, la probabilidad de cumplirlos… o de acabar procrastinando. También podemos inferir lógicamente que Wilde se conocía suficientemente como para saber que no podía resistirse a nada que fuera objeto de su deseo; y Homero ya sabía que solo un ingenioso subterfugio permitiría a Ulises sobrevivir a la tentación más irresistible.