Una de las razones por las cuales me gusta leer en inglés es que aprendo palabras nuevas muy útiles. Lo que, a veces, me sorprende es que el inglés utiliza un montón de términos, normalmente cultos, que sé que proceden etimológicamente del latín, aunque no siempre tienen traducción directa al catalán o al castellano, por ejemplo, las palabras excruciating y obnoxious, que aunque podríamos traducirlas por "agudo" y "desagradable", pierden mucho de su encanto inicial, ya que derivan de crux (cruz) y de noc (daño), respectivamente. Ciertamente, nosotros también utilizamos términos derivados del mismo origen, como crucificar y nocivo y, por lo tanto, podemos comprender su significado fácilmente. Si habéis leído alguna de las novelas de Harry Potter, sabréis que los hechizos requieren palabras derivadas del latín pronunciadas cuando se mueve la varita mágica. Una de ellas es Crucio, un maleficio imperativo que obliga a sentir dolor muy agudo (fácil de entender tanto para los lectores ingleses como para los de aquí), un maleficio que tortura físicamente al receptor, el cual se retuerce por el dolor insoportable.

A los humanos nos da miedo el dolor físico y reculamos ante cualquier imagen de tortura porque imaginamos vívidamente cómo sentiríamos el dolor en nuestras carnes. Eso es así porque tenemos el sentido de la nocicepción (es decir, el sentido de la percepción del noc, del daño o dolor). El sentido del dolor es esencial para la supervivencia de los organismos complejos, ya que permite alejarnos de todas las situaciones que impliquen destrucción de nuestros tejidos y órganos, limitando así el perjuicio en nuestro organismo, y emprender acciones para minimizar el daño e iniciar el proceso de recuperación. Los sentidos nociceptivos hacen que si nos quemamos, inmediatamente nuestro sistema nervioso actúe de oficio, con el movimiento reflejo de apartar la mano, o que si nos cortamos, nos han permitido aprender que podemos amortiguar el dolor poniendo el dedo en la boca o apretando el lugar que nos hace daño, porque la respuesta al dolor puede ser involuntaria o voluntaria. El exceso de dolor también nos bloquea, y evitamos hacer movimientos que nos lo provoquen, aunque no siempre es evitable e, incluso, puede ser extremadamente inhabilitante, porque el dolor es una de las maneras que tiene nuestro organismo de quejarse de lo que percibe como "ofensas", sea una muela inflamada, la fractura de una pierna, la artrosis de una cadera o una operación quirúrgica.

Tanto es así, que seguramente no podríamos vivir actualmente sin analgésicos, los medicamentos que actúan sobre nuestro sistema nociceptivo, amortiguando la percepción del dolor, o directamente con anestésicos, para anular transitoriamente la percepción del dolor agudo. Los humanos queremos escapar del dolor físico porque nos angustia, el malestar asociado disminuye nuestra calidad de vida y nos cambia incluso el estado de ánimo. Otro día hablaremos de cómo los analgésicos pueden crear dependencia y que el uso indiscriminado de los medicamentos derivados de los opioides es, en estos momentos, el problema de drogodependencia más grave en los Estados Unidos, pero hoy no os quería hablar de este tema. No os quería hablar de la norma sino de la excepción.

Hay personas que son congénitamente incapaces de sentir dolor, es decir, que presentan insensibilidad al dolor

Sabemos que hay personas que son congénitamente incapaces de sentir dolor, es decir, que presentan insensibilidad (total o parcial) al dolor. Sabemos que hay mutaciones en genes que codifican proteínas involucradas en la percepción del dolor. Justamente esta semana ha salido en varios medios de comunicación la noticia que una mujer escocesa de 71 años, Jo Cameron, no siente el dolor en la misma proporción que nosotros lo hacemos. Ha vivido toda la vida pensando que era normal, aunque cuando tenía 8 años se rompió el brazo y no se lo dijo a nadie hasta que no se empezó a soldar en un ángulo erróneo; tenía una artrosis galopante de cadera desde los 65 años que a cualquier otra persona no la hubiera dejado caminar y ella ni se dio cuenta; se sometió a una operación delicada en la mano y con dos paracetamoles el mismo día de la operación ya le bastó. Este comportamiento anómalo hizo sospechar a su anestesiólogo que tenía alguna mutación en un gen que la hacía resistente o insensible al dolor y la derivó a un grupo de investigación de Londres, especialistas en la genética de la nocicepción.

La verdad es que no fue sencillo identificar el gen, porque, por una parte, una mutación es relativamente frecuente en muchas personas y, por la otra, no se encontraba exactamente donde se esperaban. Los científicos llegaron a la conclusión de que las mutaciones identificadas en el gen FAAH (que codifica para una hidroxilasa de las amidas de los ácidos grasos) causaban un decremento de la actividad de la enzima codificada, y esta bajada de la actividad era la responsable de la protección al dolor. ¿Por qué? Pues porque esta enzima degrada compuestos como la anandamida, que es el ligando de los receptores endógenos de los cannabinoides (que todos tenemos). Nuestro cuerpo, de forma natural, fabrica compuestos similares a los que se encuentran en el cannabis y que, justamente, actúan en las vías de nocicepción, de la ansiedad y depresión y de la memoria. Como la enzima FAAH no es tan activa, las cantidades de anandamida en sangre de Jo son más del doble que las de una persona normal, y eso hace que le cueste sentir dolor, que no se angustie ni pierda los papeles en situaciones difíciles y no se deprima. Eso sí, tiene mala memoria y se olvida fácilmente de muchas cuestiones, y muchas veces se da cuenta de que ella se está quemando porque siente el olor de carne chamuscada... ¡Está claro que todo no se puede tener! Lo que es más interesante de este caso es que el gen FAAH (que tiene mutado Jo) puede proporcionar nuevas dianas terapéuticas, porque el mecanismo por el cual se regula ofrece perspectivas de desarrollo farmacológico que no se habían avistado hasta ahora.

Aun y el cierto alboroto mediático que ha habido con este caso, el mismo grupo de investigación ya hace años que descubrió otros genes que están implicados en la nocicepción, muchos de ellos implicados en los canales de iones (sobre todo de sodio) necesarios para transmitir la señal eléctrica entre las neuronas sensoriales y las que conectan con el sistema nervioso central. Si estos canales no están o no están activos, no se puede transmitir la señal del daño hasta la médula espinal o en el cerebro y, por lo tanto, esta desconexión hace que no se pueda procesar ni el daño ni la respuesta. Así, en las personas que tienen mutaciones inactivantes en los genes que codifican estos canales de sodio, son totalmente insensibles al dolor, no lo pueden percibir. Pero entonces os podéis preguntar, ¿qué pasaría si las mutaciones tuvieran el efecto contrario? Si las mutaciones hacen que los canales sean hiperactivos, entonces las personas que presentan estas mutaciones sufren o bien dolor continuo y crónico, o bien paroxístico y episódico. Las mutaciones en el mismo gen nos explican tanto la falta de percepción del dolor como la percepción de un dolor lacerante. Pero de estos genes también estamos aprendiendo, porque muchos de nosotros somos portadores de variantes genéticas que nos hacen más susceptibles a sufrir dolor a una edad avanzada o en situaciones en que el daño no es muy grave. Y si conocemos los mecanismos, podremos intervenir para evitar el dolor de manera más precisa. Como podéis ver, dos caras de la misma moneda.