¡Qué rara se me hace esta última semana de junio! A mí me deja siempre un poco desubicada. Los niños acaban el colegio, y muchos todavía no han empezado la escuela de verano de julio. En el trabajo todavía no es tiempo de vacaciones, y conciliar el horario laboral con críos en casa, deseosos de juerga, sol y playa, no es tarea nada fácil, a menos que haya abuelos dispuestos y disponibles. Quien más quien menos tiene que hacer planes excepcionales, es tiempo de verano, pero todavía no es tiempo de vacaciones... Hay que pensar en comprar nuevas sandalias, bañadores y gorras, a la vez que ya estamos mirando dónde y cómo comprar los libros del curso siguiente. Todavía no nos hemos sacado las legañas del curso que acaba y ya nos tenemos que lavar la cara pensando en el siguiente, pero lo que el cuerpo realmente nos pide es dejarlo todo al aire y huir del calor. Sin embargo, el mundo parece que se acaba antes de agosto y las tareas que hay que acabar en el trabajo son muchas.

El inicio del verano tiene un mucho de logística, pero también un poco de magia. Magia ancestral, porque el solsticio es el pistoletazo de salida. Un solsticio que en el Mediterráneo viene vestido de fuego, el fuego del sol y de las hogueras alegóricas, con chispas de luz temblorosa que limpian el alma y alegran la noche. Es tiempo de quemar antiguas pesadillas y avistar nuevos sueños, tiempo de hechizos y carcajadas, tiempo de alegría y de revuelta interior. Con petardos y estallidos, humo y chispas, música y danzas, cava y coca, carcajadas y burbujas... la verbena nos deja el regusto de estar todavía arraigados en el pasado mientras miramos con alegría el futuro. Es tiempo de encuentros y reencuentros. Quizás por eso nos gusta tanto celebrarlo con la familia y con los amigos, porque es una fiesta interior que se derrama hacia el exterior.

Es tiempo de quemar antiguas pesadillas y avistar nuevos sueños, tiempo de hechizos y carcajadas, tiempo de alegría y de revuelta interior

El inicio del verano lleva el vestido festoneado de ensaladas, sopas frías y cortes de melón y sandía. Y mientras pensamos cómo acabaremos todo aquel montón de trabajo que nos queda por hacer antes de que se acabe el mundo del invierno, la mente busca refrescarse en las terrazas cuando la brisa de mar empieza a soplar, y esperamos aquellas tardes en las que podremos echar siestas sin aparente final y aquellas noches largas en que desgranamos conversaciones que no tienen principio.

Justo hemos celebrado el solsticio, entre carcajadas y amigos, lavanda y madreselva. Me siento feliz, pero extrañamente desubicada entre el otoño y la primavera, la magia y la logística, la playa y la montaña, la noche y el día. Es el inicio del verano.