Cuando era joven me encantaba leer las tiras cómicas de Mafalda, del conocido dibujante argentino Quino. Teníamos en casa un libro que recogía algunas de las mejores. El personaje que a mí me gustaba más era Guille, el chiquitín de la familia, inocente y expresivo, siempre con el chupete en la boca. Una de las tiras más tiernas, que no necesita palabras, muestra a Guille con su chupete, sentado en el suelo y mirando una escena en la televisión, en la que una pareja se despide románticamente dándose un beso; la mujer se queda desconsolada, llorando, y Guille le ofrece su chupete para consolarla, diciéndotelo todo con la carita y su gesto.

Pero si lo pensáis bien, si os ofrecieran un chupete para consolaros, lo más probable es que no os gustara para nada la idea. De hecho, a la mayoría de humanos nos repele compartir un objeto que contiene la saliva de otra persona, aunque hay excepciones. Y estas son muy importantes. Los humanos sólo compartimos saliva, directamente o a través de objetos, con las personas con las cuales tenemos una relación muy próxima o intensa. Además de los besos románticos, donde claramente hay intercambio de saliva, compartimos comida de un mismo plato o con el mismo tenedor o lamemos el mismo helado sólo con la familia más próxima, madre, padre o hermanos. Y si hablamos de chupetes, algunas madres cuando se cae el chupete de su bebé en el suelo, si no se presenta una oportunidad rápida para limpiarlo con agua, lo limpian con su boca antes de dárselo al bebé.

Por lo tanto, la repulsión generalizada a intercambiar saliva no existe para situaciones compartidas de intimidad o relaciones intensas. En muchas culturas, con los niños de meses, cuando tienen que ir incorporando comida sólida progresivamente en la dieta, las madres mastican ellas mismas la comida antes de dársela a sus hijos. Esta costumbre de premasticación no es exclusiva de los humanos, ya que en otros grandes simios, como gorilas, orangutanes y chimpancés, las madres pueden premasticar la comida para sus hijos, y también como una acción de cortejo, para indicar interés con una potencial pareja, por lo cual puede ser un comportamiento muy ancestral que indica mucha proximidad o ganas de intimidad y que los humanos hemos modificado, incluyendo el intercambio de besos. De hecho, podemos decir que existe un manual no escrito de besos, ya que viendo cómo se besan dos personas, sabemos interpretar el significado del gesto, si indica una relación sexual e íntima, o indica una relación familiar muy próxima, o de amistad. Aprender cuál es la relación entre diferentes personas es muy importante para interaccionar correctamente en nuestra sociedad, y desde muy pequeños aprendemos a interpretar los gestos y señales de los que nos rodean. ¿Cuándo aprendemos a estratificar este tipo de comportamiento?

Los niños de nuestra sociedad infieren la proximidad emocional y familiar según si compartimos o no saliva con ellos

Una serie de experimentos realizados con niños desde los 8 meses y medio hasta los 7 años ha permitido inferir que los niños de nuestra sociedad deducen la proximidad emocional y familiar según si compartimos o no saliva con ellos. Extrapolan sus experiencias en casa, con los padres y familiares, y saben inferir que los que comparten besos (muchas veces, babas), comen del mismo plato o lamen del mismo helado son los que cuidan de ellos y son familia. A pesar de que este estudio abre más preguntas que las que responde, y que tendría que ser replicado con más niños de otras sociedades y culturas, os hago un resumen rápido de los experimentos de este estudio porque, por lo menos, dan que pensar.

En un primer experimento, enseñan unas tiras de cómic a niños de 5 a 7 años, y les preguntan cómo creen que interaccionan los personajes que salen según su relación. Los niños deciden que los personajes que son familia próxima comparten los cubiertos o lamen el mismo helado, mientras que los que comparten un pastel o juguetes pueden ser amigos o familiares. En un segundo experimento, estudian la respuesta de bebés y niños de entre 8,5 a 18,5 meses de edad que miran cómo dos actrices interaccionan con una marioneta. Una de ellas come un gajo de naranja y lo comparte con el títere, mientras que la otra juega a la pelota con él. Cuando hacen que el títere exprese pena o dolor, sentado a igual distancia entre las dos actrices, los niños responden mirando expresamente y durante más rato a la actriz con la que el títere compartía el gajo de naranja. Y esta reacción, esperando que quien comparte comida (y saliva) con el títere pueda consolarlo, sería una extrapolación de lo que su experiencia les ha enseñado. Este experimento se repitió cambiando a las actrices, cambiando cuál de ellas interacciona con la marioneta comiendo o jugando a la pelota y, consistentemente, los niños saben reconocer cuál de las personas es la que se supone que forma parte del núcleo familiar. Si, en cambio, hacen que el títere pida la pelota, los niños buscan con la mirada a la actriz que jugaba con la pelota, demostrando comprensión de la diferencia entre las dos situaciones. Una cosa es quién se supone que te tiene que consolar y la otra, quién quiere jugar.

Por último, hacen un experimento en el que la relación se infiere a partir de que la actriz se pone el dedo en la boca repetidas veces, y después introduce el dedo en la boca del títere, indicando claramente que se comparte saliva entre los dos personajes. Los resultados muestran que los niños identifican que las personas del mismo núcleo familiar (que son las que los cuidan y consuelan) son aquellas con las que comparten saliva, o dicho de otro modo, aquellas con quienes comparten lo que se ponen en la boca. Es evidente que esta no puede ser la única pista que los niños utilizan para saber qué tipo de relación social y emocional nos une, sea una relación importante o secundaria, pero según parece, es una pista importante. Así que, a la espera de más experimentos y réplicas que permitan profundizar en el tema, ¿con quién compartiríais vuestro chupete?