Quizás por las circunstancias de esta semana, inmersa en un batiburrillo de emociones, me he parado unos instantes a pensar sobre cómo expresamos lo que sentimos. Uno de los libros quizás no muy conocidos de Charles Darwin es La expresión de las emociones en el hombre y los animales, un ensayo publicado el año 1872 sobre la gran similitud y proximidad de las expresiones faciales entre humanos y, de hecho, otros primates. La alegría, la agresividad, el miedo y, también, la tristeza, tienen una manera concreta, una gestualidad, un rictus que todos sabemos interpretar. Una ceja levantada expresa duda, mientras que los labios curvados hacia arriba con suavidad indican satisfacción y proximidad. La expresión facial y corporal es muy importante en todos los animales sociales, pero ha llegado a puntos de sutileza y complejidad notables en los primates y, sobre todo, en los humanos. No hace mucho salió un artículo en que se demostraba como sutiles diferencias entre fotos casi idénticas de la misma persona nos permitían reconocer en cuál de ellas la persona estaba enferma. Lo podéis intentar y seguro que acertáis, por eso mirando la cara de alguien conocido sabemos ver fácilmente si está triste, preocupado o enfermo. La expresión de sentimientos sutilmente o explícitamente ha sido, sin duda, primordial para nuestra especie, ya que nos permite comunicarnos muy rápidamente sin necesidad de elaborar un gran discurso, sobre todo cuando las emociones son muy intensas. Aunque estamos acostumbrados a hablar para transmitir ideas, opiniones, órdenes y sentimientos, cuando estamos abrumados de emociones, perdemos alguna de las facultades y capacidades que creemos totalmente interiorizadas. ¿Cuántas personas se quedan sin palabras o se les rompe la voz si tienen que hablar en público? ¿Cuántas se desorientan, se bloquean y su mente se queda en blanco a la hora de ejecutar cualquier tarea o actividad cuando las emociones son muy intensas?, sea por miedo, por vergüenza, por enamoramiento, o por extrema tristeza.

Muchas de las obras de arte más celebradas expresan y abundan en los sentimientos humanos intensos, particularmente en los trágicos. Esta misma semana, quizás por mi estado personal, se me han llenado los ojos de lágrimas observando una pequeña pieza de terracota egipcia que se encuentra en el Museo del Louvre, una figura excepcionalmente bella, con los ojos cerrados, el rostro alzado y el brazo curvado sobre el dorso de la cabeza. La plañidera (seguramente representando a Isis llorando a Osiris) es una pequeña muestra de cómo un artista desconocido es capaz de percibir y transmitir el dolor ante la pérdida de una persona amada.

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Plañidera egipcia. Dinastía XVIII, 1550 - 1295 a.C. Museo del Louvre

De hecho, los egipcios, con su culto a los muertos, destacan en la representación y exaltación del dolor ante la muerte. Según su cultura, llorar, gritar y exclamarse era una señal de la gran relevancia de la persona que había muerto. Cuanto más rica e importante era, más llantos y más exclamaciones se esperaban, acompañado de gestos rituales de dolor, como cubrirse la cabeza de cenizas y rasgarse la vestimenta, por lo cual se empezaron a "profesionalizar" las plañideras o lloronas, en general, mujeres que eran pagadas con el fin de gimotear y llorar las grandes gestas y excelencias de los muertos. Derramaban las lágrimas en pequeñas botellas que se enterraban junto con el muerto, y así las lágrimas lo podían acompañar al más allá. No sólo en Egipto, sino que podemos encontrar muestras de duelo profesionales en las sociedades griega, china, india y judía de la antigüedad, y es muy probable que fuera una actividad bastante generalizada en muchas sociedades. Se encuentran indicios y escritos sobre séquitos y procesiones de plañideras en los funerales en la Biblia, y otros libros religiosos. Durante la Edad Media en Europa se generalizó el trabajo de llorón profesional. En España, esta actividad decayó en el siglo XVIII, porque la Iglesia la consideraba poco respetuosa con el muerto, pero se cree que algunos de los actos durante la Semana Santa tienen las raíces en esta tradición tan antigua de llorar a los muertos.

Las plañideras lloraban y hacían procesiones lamentándose del deceso del muerto, pero eran pagadas para hacerlo, y no tenían por qué conocer ni siquiera a la persona muerta. Lloraban y gimoteaban porque era su trabajo. Me imagino, sin embargo, que sus gritos y lamentaciones se mezclaban con los llantos sentidos y reales de la familia. O quizás no, a saber.

Me pregunto, sin embargo, ¿por qué las señales externas tienen que ser más importantes que las que no se manifiestan tanto? Tal como yo lo siento personalmente, el dolor y la tristeza, el vacío que ahoga y abruma, son sentimientos íntimos y profundos. El dolor es un sentimiento que necesita salir y ser expresado, pero también tiene que ser vivido e interiorizado. El dolor necesita la condolencia para poder vivir el luto. A diferencia de los egipcios antiguos, yo no creo que nadie pueda medir la tristeza infinita de perder a un ser querido por la cantidad de lágrimas recogidas en una botella.