De documentales y películas hemos vividos todos muchos, pero ninguna experiencia colectiva es comparable a la del Primero de octubre de 2017. No es sólo que un rey nos declarara la guerra, como en los tiempos de Pau Claris, no es sólo la violencia ejercida sobre el contribuyente catalán por funcionarios uniformados de España. Sobre todo es porque se trata de un episodio que vivimos la mayoría de los vivos, un episodio que lo vivimos juntos, como colectivo; y lo compartimos todos los que queríamos votar nuestro futuro y salimos a la calle convencidos de la soberanía del pueblo. El escritor Joan Sales decía que la Guerra Civil era lo más interesante que le había pasado en la vida y está muy bien visto. Con la misma intención, muchos estudiosos del Holocausto explican la importancia de los campos de concentración, también, desde una perspectiva humana, personal, biográfica, los supervivientes. La importancia de lo que hemos vivido no se mide en muertes, ni en sangre, ni en golpes, no hay nada de objectivo en el proceso de la memoria colectiva. Esto lo explica Giorgio Agamben cuando habla de la aporía de Auschwitz. No se dejen impresionar por este nombre técnico. Quiere decir sencillamente que vivimos unos hechos con tanta intensidad, y nos parecen tan reales que, comparándolos con otras vivencias nuestras, no nos parecen tan auténticas ni presentes. A la hora de hacer memoria, casi cuatro años después del Primero de octubre, parece mentira como ya no es exactamente lo mismo lo que pasó, lo que vivimos, lo que se ha dicho públicamente, lo que se considera real o falseado -especialmente después del juicio farsa del Supremo-, nos damos cuenta de que tampoco es lo mismo lo que hemos entendido y lo que se puede llegar a entender de ese momento. O de cualquier momento, ya que el conocimiento histórico de cualquier momento o época del pasado está condicionado por esta aporía. Hasta ahora los de mi generación sólo podíamos hablar del golpe de estado del 23 de febrero, visto a través de la televisión. Ahora la memoria ha quedado fijada en las palizas contra ciudadanos desarmados, en la insubordinación de Carles Puigdemont, en el orgullo colectivo del pueblo catalán. Una experiencia que vivimos de primera mano. Y que continuamos viviendo a través de los presos políticos y de los más de tres mil represaliados que siguen perseguidos por los juzgados españoles.

Los hechos del Primero de octubre nos han llevado a todos juntos, en una medida u otra, a pensar en lo que pasó con atención. A buscar una explicación satisfactoria a aquella violencia, a entender mejor las relaciones entre Catalunya y España, a interesarnos por el fascismo español y por la forma de ser de nuestros enemigos. A entender que no estamos ante una simple colección de monstruos sino de un grupo mucho más diversificado y vulgar y, por tanto, más peligroso. A entender de lo que son capaces de hacer en un futuro en nombre de la sagrada unidad de España. Las nociones de justicia e injusticia, de normalidad y anormalidad, incluso de democracia, han sido fuertemente erosionadas por la arbitrariedad del poder. Como recuerda Primo Levi, los campos de concentración no se explican con la existencia de tres o cuatro auténticos demonios, con el protagonismo de Hitler, Himmler o Goebbels. El Holocausto o el Primero de octubre se explican sobre todo, especialmente, por un ejército de hombres normales, que no eran ni perversos ni sádicos, simplemente inconscientes, que no piensan que han actuado mal. Pudimos ver a algunos de ellos en las sesiones del juicio del Supremo. Son los funcionarios grises y programados, los burócratas pagados por las víctimas. Son los burócratas que se resisten no sólo a ninguna votación por la independencia sino a cualquier cambio real de la política. La banalidad del mal que señala Hannah Arendt es esta. Cuando la gente normal y corriente cree que tiene que hacer todo lo que le mandan a cambio de un sueldo y de un puesto en propiedad dentro de la administración que nadie le podrá quitar. La irreflexión es la mar de normal. Y dejarse llevar por el discurso de unos medios de comunicación de ultraderecha madrileña bastante fácil. Y es tan fácil que incluso funcionarios de la Generalitat también se identifican con ella, lectores de La Razón, El Mundo y otras cosas peores como Jiménez Losantos.