“Houston, tenemos un problema”. Lo dijo el astronauta Jack Swigert en el Apolo 13 y lo dirían, seguro, los del comando Aranzadi anoche en La Moncloa. Frenen el ímpetu porque esto es un paréntesis, una frenada en seco. Miedo al abismo, se llama.

Carles Puigdemont no declaró la independencia, aunque tampoco renunció a ella, cierto. Más bien dijo que la asumía, pero que suspendía los efectos de una declaración nunca aprobada ni declarada. Todo muy loco y muy de sinónimos, porque no es lo mismo declarar, que proclamar, y mucho menos asumir un mandato que no existe, que es lo que hizo el Molt Honorable durante unos segundos para después pedir una tregua y llamar al diálogo.

La principal fractura ahora está en el bloque del independentismo y si la tensión en sus filas va en un aumento, Puigdemont se habrá inmolado en nombre de un procés que no concluirá, al menos con él como president, y que podría acabar en un adelanto electoral. Si la CUP se va definitivamente del Parlament, como ha dicho, JxSí se queda en minoría y la Legislatura habrá acabado.

Así que Rajoy tiene un problema, pero también una oportunidad. Ni el 155, ni el 116, ni los poderes coercitivos de los que dotó al Constitucional… Ninguno de los instrumentos barajados en La Moncloa en los últimos días para frenar el desafío secesionista podría activarse de inmediato porque de las palabras del president no se desprende efecto jurídico alguno y el texto firmado fuera del Parlament por el bloque independentista no pasa de brindis al sol.

Han provocado la mayor crisis institucional en décadas, un destrozo económico de proporciones colosales, pero lo cierto es que han olido el miedo a las consecuencias.

Digan lo que digan, a Puigdemont le entró el miedo escénico y se deslizó por la senda de una fórmula “pachanguera” que nos devuelve a la casilla de salida, que es que hay un alto porcentaje de catalanes que ha aumentado, seguro, en las últimas semanas que hace tiempo que desconectó emocionalmente de España, que no se siente cómodo con el actual marco de convivencia y que quiere cambios. Lo intentaron por las bravas, han provocado la mayor crisis institucional en décadas, un destrozo económico de proporciones colosales, pero lo cierto es que han olido el miedo a las consecuencias.

Y ahora qué, se preguntarán. ¿Diálogo con quién y para quién? El Gobierno no negociará ninguna consulta sobre la independencia y ningún presidente aceptará negociar con alguien que ha decidido dar una patada al tablero constitucional. ¿Europa? Es el propósito de Puigdemont, que con su alambicada alocución dejó ojipláticos a propios y extraños. Especialmente a propios, que querían independencia e independencia, ya. Pronto será un botifler.

En el peor de los escenarios entramos en la cronificación del conflicto. En el mejor, en un tiempo nuevo. El presidente del Gobierno tendrá que decidir, y no a mucho tardar, si coge el rábano por las hojas o, por el contrario, da muestra de haber entendido que lo de Puigdemont ha sido una marcha atrás, un fracaso del independentismo y que, aunque provocará aún más inestabilidad política, económica e institucional, también puede abrir una puerta a la solución del problema. Si Puigdemont pudo frenar, el Gobierno debería también hacerlo. La comparecencia de la vicepresidenta no invita al optimismo. Y si el Gobierno activa mañana, como parece, el 155, cometerá una torpeza histórica. ¡Paren las máquinas!