El general Espartero sostenía que, por el bien de España, cada cincuenta años había que bombardear Barcelona. Yo, de formación más jurídica que militar, sostengo, por mi parte, que, por el bien de Catalunya, hay que revisar cada diez años cuál es su nivel real de autonomía política. Y creo, sinceramente, que, ahora mismo, cuando a duras penas empezamos a resurgir, muy lentamente, del impacto causado por los hechos de 2017, es un buen momento para hacer una nueva revisión. Ya toca. Por eso me he propuesto, hoy, demostrar, a través de 10 argumentos, por qué la organización territorial del Estado español, más que "estado de las autonomías", podría muy bien llamarse, respecto de Catalunya y desde la perspectiva que nos da este casi medio siglo de "conllevanza", "estafa de las autonomías".
Han sido 47 años —de 1978 a 2025— salpicados de ambigüedades nada inocentes del texto constitucional, interpretaciones todavía menos inocentes del Tribunal Constitucional (TC) y actuaciones cada vez más desinhibidas de otros actores políticos. Todos ellos han esquilmado, de forma progresiva y acumulativa —no diré que sutil—, un proyecto que tenía que ser, supuestamente, de autonomía política real, pero que, como veremos, parece más bien el de una gestoría dedicada a poco más que clasificar facturas e imponer multas. ¿Exagero? Lean antes los 10 argumentos y opinen después:
1) La Constitución no solo no reconoce que en España haya "naciones" —tan solo llega a tolerar el término "nacionalidades", en minúscula—, y no solo empareja esta noción de por sí descafeinada con la pomposa "indisoluble unidad de la Nación —en mayúscula, claro— española", sino que, además, tampoco se digna a concretar cuáles son estas "nacionalidades", de tal modo que cualquier otro territorio diferente a los territorios históricos —Catalunya, País Valencià, Euskadi, etc.—, se la puede autoatribuir, como de hecho ha sucedido, por ejemplo, con Andalucía.
2) Si bien la idea inicial parecía apuntar hacia dos tipos de Comunidades Autónomas (CC. AA.) —las históricas, que tendrían unas competencias amplias, y las otras, que no las tendrían—, la Constitución no estableció ningún condicionante para que ello fuera así, de modo que, al final, todas —¡incluso la capital Madrid!— acabaron siendo CC. AA. "plenas". El famoso "café para todos". Esto tuvo, además, una derivada clave que no se suele tener presente: ante esta descentralización desatada de competencias plenas en todo el territorio español, el Estado pasaba a disponer de la excusa técnica ideal para justificar políticas estatales expansivas de coordinación y uniformización. Un detalle nada menor.
3) Si bien la Constitución prevé unas listas aparentemente deslumbrantes de competencias exclusivas de las CC. AA., también prevé otras cosas: el Estado puede aprobar leyes que establezcan los principios necesarios para armonizar las normas de las CC. AA., ¡incluso respecto de materias atribuidas a estas! Es de aquí, y de ningún otro sitio, de donde nació, por ejemplo, la ya mítica LOAPA, que pretendía armonizar el proceso autonómico y que, en contra de lo que se acostumbra a creer, el TC no anuló en aspectos esenciales.
4) La tarea del TC ha sido, sin duda, encomiable. Por ejemplo, ha neutralizado el concepto de competencia exclusiva de las CC. AA. por medio del reconocimiento simultáneo de una competencia estatal "concurrente" —¡no prevista en la Constitución!—, como sucede en materia de cultura. Con el detalle, nuevamente nada menor, de que así se justifica la retención de recursos. También ha expandido irracionalmente la noción de "normativa básica" del Estado, que ahoga las posibilidades de desarrollo de las CC. AA., como en el caso de las universidades. No le ha temblado tampoco el pulso a la hora de proscribir cualquier regulación catalana que tenga la menor incidencia colateral en los procedimientos judiciales. Y esto, en un mundo completamente judicializado como el del siglo XXI, viene a significar: “¡limítese a imponer multas y calle!”.
Un proyecto que tenía que ser, supuestamente, de autonomía política real, parece más bien el de una gestoría dedicada a poco más que clasificar facturas e imponer multas
5) Existe, de hecho, otro cauce de desgarramiento autonómico empleado por el TC que merece, por su importancia, un epígrafe propio: en 2010 destripó el Estatut de Catalunya… ¡aprobado en referéndum por el pueblo catalán! El mundo al revés.
6) El Poder Judicial no ha sufrido ningún tipo de descentralización. Es un poder, también en tierras catalanas, puramente central y español. ¿Es necesario que destaque qué repercusiones puede tener o ha tenido ya esto en la vida cotidiana de los catalanes?
7) La lengua. ¿Qué tengo que decir? Más allá de cómo la ha ido (mal)tratando el TC, hoy en día el drama lo escenifica la justicia ordinaria: es un tribunal —el Superior de Justicia de Catalunya— quien ha arrebatado al legislativo catalán la competencia para fijar la política lingüística en enseñanza. Un nuevo caso de okupación inmobiliaria, pero no de una vivienda, sino del edificio del Parlament.
8) Hay, es cierto, algunos espejismos, como la policía autonómica. Aquí sí que existe, parece, una autonomía fuerte. Pero el análisis debe ser global y tener en cuenta, también, tanto las importantes competencias policiales que no tienen asignadas los Mossos, como que, en una parte muy relevante de sus tareas —cuando actúan como policía judicial—, siguen las directrices no de los políticos catalanes, sino las del poder judicial, que, como hemos visto, es un poder plenamente estatal y español.
9) Del desequilibrio fiscal, ¿hace falta que diga algo? ¿Y de los porcentajes de ejecución presupuestaria en Catalunya en comparación con otros territorios? ¿De Rodalies? ¿Del no-corredor mediterráneo?
10) Puede que alguien diga, sin embargo, que no hay para tanto. Que nos quejamos demasiado. Que más allá de los dolorosos recortes competenciales perpetrados por el TC, las instituciones catalanas han podido funcionar razonablemente bien, con una libertad de actuación acotada, ciertamente, pero aun así real. Quizás sí. Pero ya no desde el 155 del año 2017. El 155 desvaneció cualquier duda: El Decreto de Nueva Planta del siglo XXI descabezó, nuevamente y sin miramientos, el Parlament, el Govern y otros organismos públicos esenciales. Y no es en absoluto evidente que el 155 pueda permitir este exterminio institucional. El TC, por supuesto, lo validó todo. ¡Cómo iba a fallar en un momento tan importante! Alguien dirá: fue una acción puntual, no como en tiempos de Felipe V. ¡Falso! Es permanente: ahora ya nos han prevenido. Esta "nacionalidad" que tenemos, con sus correspondientes migajas competenciales, puede desaparecer en cualquier momento —como sucedió en 2017— si no acaba de convencer al poder central cómo se ejerce la autonomía. Se me ocurren, aquí, dos metáforas: la espada de Damocles y la respiración asistida. Bueno, tres: la camisa de fuerza.
Hasta aquí el balance. ¿Exageraba? ¿Es España, además de una "democracia plenamente consolidada", uno de los países más descentralizados del mundo?