El escándalo permanente en el que vive instalada la política española es la consecuencia lógica del proceso de degradación democrática del sistema, propiciada por la corrupción de la monarquía y de los partidos que se han alternado en la gobernanza del Estado. La corrupción es lo que ha hecho imprescindible el control del poder judicial por parte de la oligarquía, que, a pesar de los relevos generacionales, sigue ejerciendo su dominio heredado de la dictadura y de mucho antes. Los apellidos de la oligarquía franquista perduran en las instituciones y las grandes empresas del país e incluso la familia del dictador se ha enriquecido más fácilmente con la democracia que con la dictadura. El problema ha sido que una vez incorporados nuevos actores en la escena política de ideología supuestamente democrática y progresista, buena parte de estos se han entregado primero e integrado después con gusto y ganas al funcionamiento perverso de las instituciones.

La deriva ha sido progresiva hasta que hemos llegado a un punto que el Estado ha perdido la vergüenza y ya no disimula sus razones que antes se tenían por inconfesables. En los primeros años de juego democrático con el pretexto de la lucha antiterrorista, el combate contra el narcotráfico y la persecución del crimen organizado se avaló la guerra sucia contra ETA, la persecución y la tortura de disidentes y el consecuente uso y abuso de los fondos reservados en operaciones que nada tenían que ver con la seguridad del Estado y mucho con los caprichos, la cleptomanía y la ludopatía de políticos y funcionarios. Felipe González lo justificó con una frase lapidaría que figura destacada en su antología poética: "El Estado de derecho también se defiende en las alcantarillas". Aun así, en los años 80 y 90 todavía había un esfuerzo por esconder los hechos, disimular cuando se podía y aplicar la ley cuando el escándalo —Amedo, Roldán, etc— se hacía insostenible con implicaciones internacionales. Ahora, el exministro Barrionuevo, que fue condenado e inmediatamente indultado por la guerra sucia, reivindica públicamente su participación en los crímenes. Y más insólito todavía ha sido Juan Alberto Belloch, exministro y exjuez que se reclama progresista reivindicando la figura del torturador Galindo y acusando a los policías del GAL de no haber tenido la audacia del siniestro general al hacer desaparecer los cuerpos de las víctimas asesinadas.

Ahora ya sabe todo el mundo que los Gobiernos, el Parlamento, el fiscales y los jueces han sido primero cómplices y después encubridores de la corrupción bananera del jefe del Estado; un policía ha hecho públicos los audios que demuestran todo tipo de abusos y corrupciones del Partido Popular en connivencia con jueces que tienen nombres y apellidos. Ha trascendido como los servicios de inteligencia han hecho todo el trabajo sucio necesario para preservar el régimen. Incluso la ministra de Defensa presume de utilizar los servicios de inteligencia del Estado para espiar gobernantes legítimos, diputados honorables y ciudadanos honrados declarados impunemente sospechosos habituales. La lista resultaría interminable. Eso pero ha sido posible porque para mantener el control de una situación tan extrema ha sido necesario endurecer las leyes y los mecanismos de represión del Estado en prevención de cualquier brote de protesta. Independientemente de qué partido gobernaba se han promulgado leyes que restringen derechos y libertades. Se han suprimido partidos, se han tumbado leyes orgánicas votadas por los ciudadanos y se ha dado poderes extraordinarios a la policía, a los fiscales y a los jueces. Se destituyen representantes elegidos democráticamente por su posición política; se encarcelan personas tergiversando los hechos y las leyes, y se utilizan las instituciones para destruir o arruinar al adversario. Los abusos legislativos generalmente tienden a crecer y no al revés. Y aquello que utilizó un Gobierno crea el precedente para que después lo haga otro.

El problema de Pedro Sánchez no es el PP ni el bunker judicial, sino el núcleo duro, digamos felipista del PSOE, absolutamente confabulado con los intereses de la monarquía, para impedir cambios en las instituciones del Estado que pudieran tener consecuencias en el statu quo. Es una quinta columna bien decidida a boicotear las alianzas del secretario general del PSOE con partidos ajenos al sistema que se programó en 1978

Ahora, el oficialismo gubernamental se pone las manos en la cabeza porque el Partido Popular pretende utilizar la mayoría conservadora en el Tribunal Constitucional para detener un debate parlamentario, para impedir previamente que el Congreso, depositario de la soberanía popular, pueda expresarse, debatir y legislar. Es una auténtica barbaridad desde el punto de vista democrático, pero resulta que el precedente lo crearon los mismos socialistas. Sin ir más lejos, el actual ministro de Cultura, en tanto que líder del Partit dels Socialistes de Catalunya, por tres veces pidió amparo al Tribunal Constitucional para que impidiera que el Parlamento de Catalunya debatiera las llamadas leyes de desconexión, las mociones que supuestamente tenían que propiciar la declaración de independencia y finalmente, el año 2018, la investidura de Carles Puigdemont como presidente de la Generalitat. Y como todo el mundo recordará, la presidenta Carme Forcadell acabó acusada, encarcelada y condenada. Efectivamente, es del todo inconcebible que un tribunal pare preventivamente la potestad legislativa de un Parlamento, pero cuando el mal está hecho ya no hay marcha atrás. Si se ha hecho una vez se podrá hacer siempre y lo que queda cuestionado no son los diputados de la oposición, los jueces prevaricadores o el mismo Ejecutivo, sino el sistema en su conjunto.

A lo largo de la historia, el PSOE ha sido un partido siempre contradictorio, revolucionario y reaccionario al mismo tiempo, reformista y conservador, republicano en sus estatutos y defensor principal de la monarquía borbónica. En la web del partido, con respecto a su historia, se pasa de largo de la dictadura de Primo de Rivera, porque su papel no fue precisamente de resistencia sino más bien lo contrario. Y estas contradicciones se van manifestando en cada escenario. Ahora mismo, el gran problema que tiene Pedro Sánchez no es el Partido Popular ni el bunker judicial, sino el núcleo duro, digamos felipista del PSOE, absolutamente urdido con los intereses de la monarquía, para impedir cambios en las instituciones del Estado que pudieran tener consecuencias en el statu quo. Es una quinta columna que como se ha puesto de manifiesto está determinada a boicotear las alianzas que el actual secretario general del PSOE necesita mantener con partidos ajenos al sistema que se programó en 1978.

Cambiar la correlación de fuerzas en el Consejo General del Poder Judicial y en el Tribunal Constitucional desde una mayoría parlamentaria que incorpora partidos inequívocamente republicanos y ajenos al reparto de poder que se hizo en la Transición sería lo más lógico desde el punto de vista democrático. Hay una mayoría de ciudadanos, cuya voluntad ha sido democráticamente expresada, partidaria del cambio. Sin embargo, en un momento de crisis de confianza en las instituciones del Estado, empezando por la Corona y continuando con los jueces, las fuerzas recalcitrantes no se pueden permitir ni un paso atrás y reaccionan como una bestia malherida buscando su supervivencia.