Jordi Pujol se equivocó cuando el 25 de julio de 2014 soltó la bomba informativa en forma de confesión de que él y su familia habían tenido durante años dinero escondido irregularmente en Andorra. Creía que, asumiendo directamente toda la culpa de aquella anomalía fiscal, pararía el golpe y su mujer y sus siete hijos quedarían al margen de la contingencia y serían exonerados de cualquier responsabilidad penal. Por eso quiso especificar de entrada que el origen de aquel dinero había sido lícito, una deixa que su padre, el abuelo Florenci, había legado a la familia, pero sin aclarar si lo había ganado con el contrabando de divisas o si procedía del estraperlo. O se dejó mal aconsejar o lo enredaron, porque lo que está claro es que nadie se ha escapado de la persecución judicial de la que todavía ahora, una vez empezado el juicio, son objeto él y sus hijos (su mujer, Marta Ferrusola, murió en julio de 2024).
El 126º president de la Generalitat no pecó por acción, pero sí por omisión, por no controlar al resto de miembros de la familia y dejar que, a la sombra del cargo institucional que ocupó durante veintitrés años, hicieran y deshicieran con prácticas en algunos casos poco honorables y multiplicaran de manera exponencial la cantidad inicial de la donación del padre. El conflicto estalló, no obstante, porque Jordi Pujol fue víctima de una operación de las cloacas del Estado español para intentar desacreditarlo y, desprestigiándolo a él, intentar desactivar el movimiento independentista que se preparaba para llevar a cabo la consulta del 9-N, que, a pesar de todos los impedimentos, tuvo lugar y fue un éxito. Pero la burla que representó para España el hecho de que Catalunya se saliera con la suya, aunque tuviera un valor meramente simbólico y no jurídico, exacerbó los ánimos de aquellos enfermizos poderes ocultos que, para reparar el ultraje sufrido, se ha demostrado que son capaces de hacer lo que sea.
El montaje siempre ha sido descarado, pero a España le da igual si de lo que se trata es de tener a Catalunya esposada y sometida
La llamada “policía patriótica” del Gobierno, entonces del PP presidido por Mariano Rajoy, y directamente controlada por el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, se activó a raíz de la multitudinaria manifestación independentista de la Diada Nacional de 2012 en Barcelona con el único objetivo de hacer caer a los dirigentes políticos que se habían puesto al frente, que fueron los de CiU y los de ERC. Para intentar conseguirlo, todo valió: se inventaron mentiras, se falsificaron documentos, se filtraron informaciones falsas, se sobornaron personas, se malbarataron recursos públicos, se llegó incluso a hacer caer un banco. Y a partir de la judicialización del procés independentista, primero, con motivo de la consulta del 9-N de 2014 y, después, del referéndum del Primer d'Octubre de 2017, la justicia española no tuvo escrúpulos en prevaricar tantas veces como hiciera falta, y todavía hoy lo hace. El montaje siempre ha sido descarado, pero a España le da igual si de lo que se trata es de tener a Catalunya esposada y sometida.
El problema es que, a pesar de todas las malas jugadas del poder español, Jordi Pujol y su familia tenían un capital allí donde no tocaba. Si no lo hubieran tenido, a pesar de las muchas mentiras que habrían fabricado y las muchas vueltas que le habrían dado, no los habrían podido encausar. También es verdad que, si no se llamara Jordi Pujol y no fuera catalán, no le habría pasado nada, como se ha visto con otros autores confesos de delito fiscal llamados, por ejemplo, Juan Carlos de Borbón o Alberto González Amador —la pareja de Isabel Díaz Ayuso—, con los que la justicia española hoy por hoy no ha pasado cuentas. El caso es que el 126.º president de la Generalitat manchó su historial político con una mácula que provocó un auténtico terremoto que de entrada lo condenó al ostracismo de una vida recluida con los suyos y con los pocos amigos que le quedaron y que solo el paso del tiempo ha ido devolviendo más o menos a una cierta normalidad. Si ya lo ha hecho del todo, sin embargo, es lo que todavía está por ver.
El actual inquilino del Palau de la Plaça de Sant Jaume de Barcelona, Salvador Illa, lo rehabilitó políticamente como si nada hubiera sucedido cuando al comienzo del mandato, en septiembre de 2024, lo incluyó con total normalidad en la ronda de contactos que quiso mantener con sus predecesores. A partir de ese momento ha habido una voluntad generalizada de pasar página y de restaurarle el honor perdido, al menos entre la mayor parte de los partidos catalanes. Ha sido, mirado en perspectiva, un proceso relativamente rápido dada la magnitud del terremoto político que desencadenó, en el que ha influido decisivamente, sin duda, el mal papel que en general han hecho sus sucesores y de manera muy especial los herederos del espacio político que él había creado y engrandecido y que ellos han dilapidado en cuatro días, lo que, de hecho, nunca ha acabado de digerir bien. Otra cosa es que todos aquellos catalanes a los que defraudó, que fueron muchos, sientan también que está perdonado y olvidado.
Dicho todo esto, la realidad es que hoy han pasado más de once años de aquella confesión de 2014. Jordi Pujol tiene ahora 95 años, arrastra graves problemas de movilidad, está perfectamente cuerdo, eso sí, pero está un poco sordo, le cuesta según cómo seguir una conversación, se pierde. Y otras carencias físicas que la propia familia ha reconocido, y que médicos forenses han certificado, le incapacitan claramente para ser juzgado. Haya hecho lo que haya hecho, a una persona así es una ignominia, un escándalo, mantenerlo en el banquillo de los acusados. Y eso que él ha sido siempre un fiel servidor del orden establecido tras la muerte del dictador Francisco Franco —no por casualidad en 1984 fue nombrado Español del Año por el diario ABC—, de aquella Transición que perpetuó el régimen franquista del que todavía hoy se siente el hedor, y no ha sido nunca independentista —durante los años del procés solo lo fue por razones puramente circunstanciales—, sino firme partidario del entendimiento y la colaboración entre españoles y catalanes.
En ningún otro lugar del mundo civilizado sería aceptable un escarnio como este, pero en España prevalecen los intereses de unos poderes deshumanizados y vengativos que solo velan, por encima de cualquier otra consideración, por la sacrosanta unidad de la patria impuesta a sangre y fuego a millones de ciudadanos. ¿Y a estas alturas los españoles todavía se preguntan por qué los catalanes quieren irse?
