Dicen que los políticos son vanidosos por naturaleza. Por lo que conozco, hay de todo; aunque, de todos modos, la exhibición pública tiene un tanto, como mínimo, de vanidad, de arrogancia, de afán de protagonismo, de soberbia... llamadle como queráis. Lo que importa es que esta vanidad (o sus equivalentes) no sea superior ni a su inteligencia ni a su valentía ni a su generosidad a ni a su solidez moral. Conocemos todos, claro está, bastantes políticos que lo único que tienen es su biografía insípida y prefabricada. A pesar de sus deseos, sin embargo, ni pasarán a la historia ni a ninguna enciclopedia que no sea local. Nos habrán dado la lata o nos habrán birlado el dinero o, al fin y al cabo, defraudado nuestra confianza: esta es su única contribución a la Política, con mayúsculas. Ni para cera de museos sirven. ¡Pero qué lata!

El buen político, el que hace buena política —dentro de las coordenadas exigibles en una democrática gobernanza, pues el derecho al buen gobierno es un derecho fundamental de los europeos—, es aquel que conecta con su época. Así pues, huyendo de la mediocridad, debe practicar más la política de hechos que la retórica verbal, derivada de argumentos que él no ha escrito ni generalmente ha entendido correctamente.

Hoy en día la política democrática es una gestión esmerada de los problemas de los ciudadanos, con la subsiguiente rendición de cuentas. Quizás hay que dejar en el guardarropa zarzuelero las armaduras de Alejandro Magno y de todo el resto de los llamados grandes de la historia. Sometido al regular escrutinio electoral de la ciudadanía, el político tiene que identificar los problemas e intentar resolverlos. No, es evidente, ni crearlos ni inventarlos. Puede tener un éxito efímero, incluso espectacular, pero a medio plazo se le ve el plumero. Trump, Bolsonaro, Berlusconi, Rajoy... son claros ejemplos de la inútil espuma de la cerveza, espuma que solo mancha el bigote.

Los políticos mediocres tienen que dar un paso al lado por el bien de todos; ahora no es su momento, por mucho que se rodeen de fake news, es decir, de la demagogia como política y el maximalismo verbal y no verbal como instrumento de esta política

La épica, blandiendo la espada refulgente de la retórica, es pura faramalla. La inflamación unidimensional es un ejemplo en cualquier terreno; como la fe del carbonero o del converso. Mucho ruido para nada. Para algo sí, pensándolo bien: para engañar a las gentes que después, como es lógico, desconfiarán de los políticos más realistas, menos operísticos y con prosa inteligible, aunque de vez en cuando o demasiado de vez en cuando, vistos los tiempos que corren, digan lo que no nos gustaría oír: que bastantes cosas van mal, a pesar de los esfuerzos de todos, políticos incluidos, como ya nos previno Tony Judt.

La política, en su diseño maestro, es el terreno de juego con el fin de que unos cuantos, voluntariamente, destinen sus afanes en hacer la vida más fácil y, si es posible, más próspera a sus conciudadanos. Dejados atrás, desgraciadamente, los años de bonanza, desde hace más de una década, fruto, en gran parte, de una gobernanza mal repartida y peor gestionada, estamos inmersos en un estado de malestar. Ya no son posibles las estampas épicas de héroes a lomos de un corcel blanco, a lo Napoleón, al frente de todo y guiando hacia el mejor de los futuros.

Ahora, con la gestión del día a día, de las miserias del día a día, para garantizar un reparto más equitativo de lo mucho que paradójicamente hay, pero pésimamente distribuido —incluso el FMI, la OCDE o el BCE están de acuerdo—, la épica homérica ya no toca. Lo que toca ahora, como dice una buena amiga, es trabajo de hormiga y fuerza de elefante. O la épica de picar piedra.

Por todos lados, el año 2023 será un año de picar mucha piedra, de reventarse las manos con callos; o lo que es lo mismo: nada de glamur, nada de política sexi —como proclamaba que tenía que ser la política una política ahora en la sombra—. Los males, que nos atenazan en Catalunya y en todas partes, vienen de más allá de la guerra de Putin, del oscurantismo de China, de la pandemia e incluso de la crisis del 2008. Por lo tanto, en primer lugar, no hay que vincular la madre de todos los males a los acontecimientos del 2022, ni siquiera desde el 2020. Sin embargo, los vinculemos donde los vinculemos, esos males, que han ocasionado el estado de malestar, tienen que ser superados por la generalidad de la ciudadanía, no solo por los que siempre caen de pie.

Ahora es el momento de los políticos generosos, valientes e inteligentes. La mediocridad de las propuestas que se saben destinadas al fracaso o los supuestos apoyos críticos que no apoyan nada, cuando menos hoy por hoy, hay que dejarlos de lado: los políticos mediocres tienen que dar un paso al lado por el bien de todos; ahora no es su momento, por mucho que se rodeen de fake news, es decir, de la demagogia como política y el maximalismo verbal y no verbal como instrumento de esta política.

Así pues, en 2023 todo el mundo está invitado a la épica de picar piedra. Al que no lo haga, le acabará pasando factura. Al tiempo.