Cada vez que tengo la desgracia de poner los pies en un hospital salgo maravillado de la cantidad de gente que trabaja en él de buena gana. Sin saber nada de los misterios de la medicina, me parece que para dedicarte a intentar curar enfermos tienes que estar hecho de una pasta especial, más especial que para escribir, para volar o incluso para hacer carrera militar, que ahora es un trabajo que está desprestigiado.

Yo solo he pasado una noche en el hospital como paciente. Ya hace años me tiré de cabeza sin calcular la cantidad de agua que había en una piscina y me metí una ostia que me dejó la cara hecha un mapa. De la noche que pasé en observación recuerdo que al día siguiente por la mañana, antes de que me dieran el alta, un médico entró en la habitación y le dijo al chico que dormía a mi lado:

―Cuando venga el cirujano dile que tiraste de ella y que se te hinchó como una cuchufleta.

Cuando era pequeño uno de mis amigos se murió en una operación de fimosis por culpa de la anestesia. Enseguida me vino a la memoria su imagen, pero esto no impidió que la anécdota me diera risa. La situación me hizo ver que solo era cuestión de tiempo que un recuerdo tomara el lugar de otro o que se asociara de forma cómica o injusta. Así acabé de entender que el mundo no se para.

Los hospitales son el producto más refinado de los esfuerzos que Europa y los Estados Unidos han hecho para resolver el problema de la felicidad personal a través de la organización y la tecnología. Justamente por eso, en ninguna parte se nota más la desproporción que hay entre los progresos que hemos hecho en el campo de la vida material y las dificultades que tenemos a la hora responder las preguntas más grandes y sencillas.

El otro día escuché en la radio a un cardiólogo que decía que cuando un paciente le viene con un problema lo primero que hace es preguntarle por qué cree que se encuentra mal. Me sorprendió que un experto del corazón hablara de campos de información, de campos mórficos, de campos acácicos, de biocampos, de vibraciones y, en resumen, de cosas que pueden ser reales en la literatura y en la física pero que parecen pura brujería según cómo las cuentes. 

A nadie le gusta estar ingresado o tener que visitar a un enfermo, pero no todo el mundo lleva la vida de hospital con la misma gracia o la misma inconsciencia. Hay gente que entra en estos aeropuertos del sufrimiento y no parece tener prisa por marcharse. Yo he visto enfermos desdibujándose mientras a su alrededor se hacían tertulias de una animación increíble. También he visto gente dejarse chupar la energía por una enfermedad que no tenía. 

Por lo que he podido vivir, si un médico es cojo o tuerto o se ha encontrado al límite de la muerte tiene más posibilidades de desarrollar una intuición especial. Hay médicos que trabajan conectados a una música superior y ya ves que son como estos violinistas que cuando tocan su parte saben hacer sonar el conjunto de la orquesta. La mayoría tienen buenas intenciones pero no son mejores que los periodistas que se adaptan a los clichés de la época y ni se dan cuenta.

Lo que más me cansa de los hospitales es este lío de cosas que no se ven, pero que noto que existen. El hospital es cansado porque es como una olla de submundos reprimidos y mal explicados, que se cruzan de manera demasiado caótica y estresada para poder dar una forma luminosa. Se han hecho muchas series de hospitales y todas me han parecido más prescindibles que una película de guerra mal producida.

Claro que se deben ver algunos milagros y grandes historias personales, en estos talleres de carne humana. Pero esto no saca que también se vea de forma muy cruda las salvajes paradojas que genera que el amor y la experiencia no se puedan suplantar por la organización y la tecnología. En los hospitales te das cuenta de que los fracasos del siglo XX nos obligarán a redescubrir mundos invisibles, a vivir y a morir de otro modo. 

Iba a decir que en estos sótanos de la vida epicúrea aprendes a tener estómago, pero esto ya te lo enseña la política. No estoy seguro de que en un hospital puedas aprender realmente nada que la vida no te pueda enseñar en otro lado. Me parece que es esto lo que me los hace tan turbadores, a veces.