Tengo una fotografía de mis hermanas y yo dentro de una piscina hinchable de color amarillo que los padres ponían en una terrazuela los días que no nos llevaban a la playa. La pared de la escalera que subía hasta al lavadero nos protegía de la insolación. La barandilla que daba al patio de los vecinos del piso de debajo, nos servía para colgar las toallas. Bien extendidas, las toallas nos ofrecían un escenario de colores y un punto de intimidad cuando nos duchábamos, desnudos, con el chorro de agua refrescante y espeso de la manguera.

En el patio de los vecinos del piso de abajo había un loro que había aprendido a decir mi nombre con la entonación exacta de mi madre. Cada noche, cuando oscurecía, el pájaro decía: “A dormir!” Mientras me duchaba, intentaba salpicar discretamente al loro con la esperanza que la irritación le haría decir alguna palabra nueva. La piscina hinchable de los vecinos era de color azul y el día que coincidíamos los gritos de jolgorio se mezclaban y parecía que el alboroto llevaría la fiesta a todo el pueblo.

En aquella azotea mugrienta, la cosa que tenía más presente mientras me bañaba era una puerta verde, muy vieja y estropeada, que mis padres nunca habían podido abrir. Cuando eres una criatura, las puertas cerradas te despiertan la imaginación, y más si tienen una cerradura de la medida de un ojo y un aro de hierro enmohecido de barco pirata. Con las salpicaduras, el verde de la puerta se oscurecía y parecía que la madera que el sol había resecado reviviera y empezara a recordar historias. 

Siempre pensé que cuando fuera mayor podría abrir aquella puerta, aunque tuviera que reventarla de un buen golpe. Había una parte de mí que la miraba de reojo con más curiosidad que miedo, mientras jugaba en la piscina. Notaba que había alguna relación entre los misterios que aquel trozo de madera escondía y la sensación que el agua da de transportarte a otra dimensión. Todavía no sabía que meter el cuerpo en el agua te pone en un estado de tránsito que lo transforma todo.

Los momentos más mágicos de los veranos los he pasado en el agua. A pesar de que soy un nadador notable, y tengo la piel fina de los delfines, prefiero estar en remojo que hacer grandes demostraciones. Nadar es cansado y aburrido; en cambio, mojar el cuerpo puede ser realmente embrujador. El placer de meterse poco en poco dentro del agua es la sensación más parecida que se me ocurre a la posibilidad de entrar en el paraíso. Sumergirse en el mar, o en una piscina, da una mezcla de éxtasis y de bienestar, de alegría y de tranquilidad, difícil de describir.

La relación con el agua se hace más intensa a medida que te haces mayor y consciente, a pesar de que no genere aquel delirio que produce en los niños y en los jóvenes, durante el verano. El agua eleva el cuerpo y el espíritu. A mí me ayuda a resistir la gravedad y me protege del primitivismo pedantesco que promueven los diarios, que ha vuelto paletos a tantos conocidos. En invierno, la ducha me gusta para pensar y para tomar decisiones, pero siempre que puedo me hago una bañera, que es mejor que una piscina hinchable y también libera el pensamiento. 

A veces incluso echo un paquete de sal para tener la sensación que estoy en el mar. No puedo reproducir los micromasajes de las corrientes marinas, pero puedo estar seguro que no vendrá ninguna medusa traidora a picarme ni que ninguna nudista vieja y fea podrá romper el encanto psicodélico del momento.