II

El mapa de Roger sobre las emociones me ha hecho pensar en el papel que he intentado jugar como escritor. Me parece que he escrito para no tener que asumir como mías interpretaciones del mundo que me parecían destructivas. Todo lo he escrito para defenderme de la desmoralización y del miedo subterráneo que percibía alrededor mío. Todos mis libros deben algo a un ensayo de Alain Finkielkraut que leí cuando empezaba periodismo: La humanidad perdida.

Todo empezó con una intuición sobre la cultura europea que en Catalunya se percibe mejor que en ninguna parte. Todo el mundo tiene miedo de la verdad de una manera instintiva, como los animales temen al fuego. Pero la verdad, a la vez que es dolorosa, también te da fuerza para vivir, si hay amor y poder para gestionarla. Es por este motivo que cuando un país se siente derrotado, sus enemigos acaban de rematarlo embruteciendo a su clase dirigente, para que todo él se hunda en la comedia y el delirio y se clave sin ayuda la última puñalada.

El pensamiento racional contemporáneo europeo se ha alejado de la verdad porque intenta esconder la base emocional de sus discursos. La carga sentimental que llevan consigo los discursos que permiten mantener cohesionados los viejos estados nación es demasiado negativa para legitimarlos. Liderar desde una negatividad de fondo no arregla nada, por mucho Macron que seas. Finkielkraut lo explicaba, hace 15 años, en El pasado imperfecto: el miedo a repetir las carnicerías del pasado está asfixiando Europa en su propia historia. 

En Catalunya este miedo ha escondido bajo un barniz de escepticismo y de falsa neutralidad toneladas de complejos y de resentimiento. El no nacionalismo, el pactismo, el diálogo, la tolerancia, la unidad, la equidistancia, la moderación, la convivencia o la cordura, forman parte de un paquete de tópicos recurrentes que se leen desde el recuerdo de malas experiencias que no sólo no han sido digeridas, sino que, además, se niegan con el iluso propósito de enterrarlas en el olvido.

La ilustración, que el españolismo reivindica para blanquear su intolerancia, se hizo desde una alegría y un optimismo genuino. Voltaire y Diderot se hartaron de llorar y de reír. Las élites ilustradas vivían estupendamente, no pensaban consumidas por el sentimiento de culpa. Así llegaron a confundir el pollo que cada día encontraban en su mesa con el pollo que la mayoría de la gente no había comido nunca, es verdad.

El universalismo fue creer que Versalles era más importante que París, que entonces era una ciudad sucia y peligrosa, como pocas en el mundo. Pero los ilustrados no despreciaban el papel que las emociones juegan en el pensamiento, como los robotitos vestidos de Emilio Tucci que el españolismo ha puesto en circulación. Tampoco las idealizaban, ni las banalizaban como los independentistas que cantaban “no tengo miedo” en las manifestaciones. 

Los ilustrados creían que la razón daba al hombre la oportunidad de canalizar su energía interna y de expresar su sensibilidad de una manera clara, inteligible. Para los ilustrados la racionalidad brillaba especialmente cuando servía para expresar calidades de cariz espiritual como por ejemplo la imaginación, la intuición o los sentimientos. 

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Las habilidades analíticas de los matemáticos y de los economistas, que ahora son tan valoradas, pertenecían a una categoría secundaria, para aquella gente. Voltaire, el filósofo de Cándido y el huerto, escribió: “La mayoría de la gente tiende a escarnecer las causas que no se ven, pero a los que habría que escarnecer es a estos sabiondos que dudan de que existan”.

Cuando la industrialización y la revolución francesa liberaron a las masas, la impotencia y la frustración pasaron a formar parte de la cultura popular y del debate político. Como que la cultura ilustrada tendía a sobrevalorar la inteligencia y la fuerza sugestiva del bienestar, vino la reacción romántica, que idealizaba el heroísmo, los instintos primarios y la clausura en uno mismo. 

Este segundo paradigma, que tendía a construir la racionalidad desde emociones negativas, se colapsó igual que lo hizo el de la ilustración después de provocar también unas cuantas carnicerías. Si los ilustrados fueron vistos como los causantes de la revolución francesa y de las guerras napoleónicas, la responsabilidad de las dos guerras mundiales cayó sobre el romanticismo, que había tenido un papel capital en la democratización de Europa. 

Como que tanto la ilustración como el romanticismo fallaron, huérfanos de paradigmas, los discursos de la guerra fría se articularon desde la abstracción y la negación de las emociones. El miedo a volverse a pelear, el miedo a volver a vivir un baño de sangre, el miedo a volver a sufrir, en definitiva, disfrazó los discursos de una frialdad burocrática, cuando pretendían parecer serios, o bien de una alegría banal cuando lo que querían era persuadir o distraer. 

En Catalunya esto ha pasado de una manera exagerada. El final tragicómico del gobierno de Junts pel Sí es una de las consecuencias descarnadas. Desde la Guerra Civil tenemos miedo de ir a buscar los referentes en la edad media, que es nuestra época gloriosa, porque nos da miedo pensar desde emociones positivas. Reconstruimos la historia a través de referentes dramáticos, negativos, porque el miedo a volver a sufrir es más fuerte que las ganas de salir adelante. 

En vez de Jaime I, idealizamos el 1714. La historiografía catalanista de antes de la guerra se movía entre la batalla de Muret y el compromiso de Caspe. En cambio, el catalanismo que se reconstruyó bajo el franquismo, con Ernest Lluch y Jordi Pujol al frente, despreció a los historiadores de los años treinta por “románticos” e hizo hincapié en el 1714.

Víctor Balaguer hizo lo mismo a mediados del siglo XIX, cuando necesitó crear una épica que encajara Catalunya dentro de España, después de los bombardeos de Espartero. He aquí una manera de explicar por qué después del 1 de octubre el gobierno pudo hacer hincapié en las porras de la policía y no en el resultado del referéndum ―con la diferencia de que la burguesía de entonces estaba en condiciones de aprovechar la paz para hacer la revolución industrial y el modernismo, mientras que el Upper Diagonal de hoy es muy poco creativo―.

Tenemos suerte de que el catalán de estos últimos 40 años tenga tantas cosas en común con el europeo de fachada cosmopolita, profundamente inseguro e insatisfecho, que Keith Lowe retrata al inicio de su último libro, The fear and the freedom... 

(El domingo continúa)