I

Cuatro vecinos que hacen tertulia en la portería de casa de mis padres me cortan el paso al salir del ascensor. “Que tenemos que hacer ahora?”, me preguntan deshinchados, mientras me rodean lentamente. En su desconcierto hay una sombra de orfandad enternecedora, de criatura indefensa del Tercer Mundo que pide limosna con la mirada. 

Cuando intento esquivarlos, uno de los vecinos me dice, con una chispa de ironía que ilumina el clima luctuoso por un instante: 

—No te escapes, no. Ven aquí! 

Hace casi un mes y medio que el president Puigdemont huyó a Bélgica y todo mi entorno está igual. Sobre todo la gente mayor de 60 años, que tiene memoria del franquismo y de los españoles antes de la democracia. Ver a persones adultas moralmente tan indefensas resulta un poco perturbador. El mismo señor que me ha parado, es un hombre alto y elegante, con aire de haber mandado en alguna gran empresa.

Durante años, cuando nos encontrábamos en la calle o en la portería, me miraba con aquella condescendencia del cargo "convergent" que se piensa que lo sabe todo porque cobra un buen sueldo. Hay gente que vive tan metida en su jaula de oro que no duda de nada hasta que no le sale gratis o es demasiado tarde. Después hay la gente que se deja engañar porqué si no tendría que asumir que se ha pasado 40 años creyéndose tomaduras de pelo.

El otro día Mateu me llamó y me dijo: “Caray chico, fui un iluso. Tenías más razón que un Santo". 

Hablo de un señor que exporta vinos de cosecha propia a Suiza y a los Estados Unidos y que dirigió la internacionalización del puerto de Barcelona a primeros de los años 90. Es un hombre que te recita páginas de Kazanzakis en Griego y cosas de Cirerón en latín a la hora del desayuno. Cuando era joven, emigró a Australia huyendo del oscurantismo español y habla inglés con un acento de canguro catalán muy pintoresco. 

Participó en la fundación del PSC, y vio Alfonso Guerra engañando a Raimon Obiols una y otra vez, mientras el exdirigente socialista se arrastraba como un gusano. También recuerda que, en privado, la mayoría de dirigentes de la rama catalanista del partido eran tan independentistas como el que más. Lo conocí en un taller mecánico un día de esos que buscas a Dios, y que pediría una entrada aparte.

—Chico, te escucho en las tertulias —me dijo— y no es que no te entiendan. Es que no te quieren entender.

Curiosamente, no me llamaba desde el día que el Parlament votó la proclamación de la República. Este último año hablábamos casi cada semana. De vez en cuando comíamos juntos. Cuando llegábamos a los cafés, después de comentar libros y escritores, hablar de mujeres y explicarnos historias del pasado, me decía satisfecho, refiriéndose a la independencia: “Bien, esto ya está hecho, eh?”

Me lo decía buscando una complicidad que ya indicaba que alguna incertidumbre de fondo, ni que fuera inconsciente, le decía que necesitaba una ducha de agua fría. Había días que lo veía tan contento que no podía evitar aguarle la fiesta con un punto de irritación. Después, siempre me sabía mal.

—Cómo puede ser que una persona tan inteligente, y que sabe muchas más cosas que yo, no vea una cosa tan obvia: es casi imposible hacer la independencia con los políticos yendo a remolque del pueblo —le dije un día después de abuchearlo por tratarme de pesimista.

—No lo sé. Quizás es que no me quiero ni imaginar que no salga bien —me dijo, bajando la cabeza, como una criatura que se ha dejado arrastrar por un sentimiento que no entiende o que no sabe porque demonio ha hecho un entuerto.

Ahora, la mayoría de la gente se da cuenta que le han tomado el pelo, el problema es que no sabe donde cogerse. Insistí a Jordi Graupera y a Antoni Castellà que se presentaran a las elecciones, aunque fuera sin un duro y para perder. No habíamos tenido nunca un público tan receptivo a la verdad y tan necesitado de apoyo psicológico y político. Cuando la gente se siente perdida se abre a corregir comportamientos. Pero también es entonces cuando se vuelve más vulnerable a la mentira o a la resignación. 

La derrota, la auténtica derrota, se produce cuando la gente asume que no puede vivir con su propia verdad, y que tanto vale una cosa como la otra. Esto es lo que pasó durante el franquismo, y lo que buscan los discursos cada vez más crispados del unionismo. Quizás la candidatura no habría conseguido ningún diputado, pero habríamos dado un ejemplo inolvidable, como lo será durante mucho tiempo el día 1 de octubre.

El referéndum no entró nunca en los planes de los líderes independentistas. Aunque ahora lo reivindiquen, si ERC y PDeCAT pudieran echar marcha atrás volverían a finales de septiembre, cuando la mayoría de periodistas y políticos estaban convencidos que el 1 de octubre seria una performance más. Se trataba de ver quién capitalizaba el referéndum en unas elecciones autonómicas. Los que no podían comerse la mentira cruda se decían a sí mismos que el objetivo era sentar a los españoles a negociar la independencia.

Tengo una amiga que no olvidará nunca la cara de espanto que hacía el conseller Romeva cuando fue a visitar el CCCB, la noche del 1 de octubre. “La gente estaba eufórica y él parecía que hubiera visto un fantasma”. No sabe que Junqueras y su equipo se encontraron el día siguiente y llegaron a la conclusión que habían dado demasiado cuerda a la gente. A pesar de los palos de la policía, el entorno de Puigdemont estaba eufórico porque Junqueras había incumplido el pacto con el Estado de contener la situación con un referéndum de baja intensidad y esto les daba margen para explotar el victimismo.

El Referéndum sobrepasó a los partidos igual que les sobrepasó la manifestación de 2010 contra la sentencia del Estatuto. Igual que aquella manifestación, el Referéndum cambió la percepción que el país tenía de si mismo y dejó fuera de juego a los partidos soberanistas. Los dos episodios fueron una expresión tan contundente de la Cataluña ahogada por el autonomismo que no permitían ninguna manipulación.

Si después de la manifestación de 2010, el federalismo quedó muerto y enterrado, después del 1 de octubre el sobiranismo de corte pujolista, reconvertido en independentista, se colapsó. Hasta este otoño, los polïticos partidarios de la independencia habían vivido de la energía desencadenada por las derivadas de la consulta de Arenys de Munt de 2009. CiU y ERC, que trabajaron tanto para intentar neutralizar a los partidos que salieron de aquellas consultas, han vivido desde entonces de una energía que no generaban. 

Si el 2009 había gente que decía que había que pasar la fiesta nacional al día 13 de septiembre, ahora hay quien quiere pasar la Diada al 1 de octubre. Los políticos y los periodistas no parecen querer verlo, pero el Referéndum ha traído la política autonómica a su última fase de putrefacción. La autonomía sólo será posible bajo la amenaza de una intervención o bajo la intervención directa del Estado, es decir, no será lo más mínimo autónoma

El rey va desnudo y la mayoría de la gente no sabe donde mirar sin sentirse avergonzada. Los sectores que impulsaron el Estatuto de 1978, e incluso los que creyeron en el de 2006, empiezan a darse cuenta que la Generalitat es una institución española barnizada de folklore. Con el derecho a la autodeterminación prohibido y reprimido, la autonomía acabará siendo una institución hostil para el grueso de la misma población que hasta ahora la había justificado y le había dado el alma.