Dicen que en el París ocupado por los nazis un oficial alemán se presentó en el estudio de Picasso y, viendo las figuras retorcidas que llenaban la tela del Gernika, preguntó, desconcertado: “¿Usted ha hecho esto?”. El pintor, que era antifascista y dormía con una señera en el cabezal de la cama, enseguida le respondió: “¡No! ¡Esto lo habéis hecho vosotros!”

La violencia es la hija ilegítima de la falta de justicia. No se puede aislar de su contexto, ni de las paradojas y contradicciones que generan las relaciones humanas. Si los americanos no hubieran hecho cabezas nucleares para destruir la tierra 10 veces, hoy la quinta avenida se llamaría avenida Lenin. A pesar de que Franco celebró el veinticinco cumpleaños de su dictadura con una campaña que reivindicaba “25 años de paz”, hoy ningún partido ganaría unas elecciones presentándolo como un pacifista. 

La violencia se percibe y se vive de una forma o de otra según la idea de bien y de mal que tiene cada cual. La violencia provoca tanto dolor que no se puede juzgar sin valores fuertes y una buena perspectiva histórica. Los bombardeos aliados de las ciudades alemanas, por ejemplo, apenas ahora se empiezan a considerar excesivos, incluso contraproducentes para los objetivos de guerra que había en juego. Hizo falta que pasara el tiempo y que algunos escritores como Sebald hablaran de ellos para que la aviación británica dejara de ser idealizada.

Lo mismo pasa con las violaciones perpetradas contra las mujeres alemanas. Después de la caída del Muro de Berlín, Anthony Beevor calculó que unos dos millones de mujeres de entre 14 y 70 años habían sido violadas por los soldados del ejército rojo en su camino hacia Berlín. Hasta hace poco nadie osaba presentar a los soldados aliados como una banda de violadores. Pero hace cuatro años una historiadora de Friburgo demostró en un estudio que habían forzado a más de un millón de mujeres

Como que estamos traumatizados por las guerras y hemos perdido la esperanza en el progreso moral, la violencia se ha convertido en un tabú y es una fuente de hipocresía inagotable. Solo la aceptamos cuando pasa desapercibida; o sea, si podemos simular que no la vemos o sabemos disfrazarla de otra cosa. Igual que sucedía con el placer sexual en otras épocas, tendemos a condenarla o a negarla siempre que no podemos utilizarla para desacreditar algún adversario personal o político.  

La demonización de la violencia ha convertido el victimismo en un tipo de terrorismo de baja intensidad que secuestra el debate político e intelectual. El relativismo moral ha pervertido los ideales pacifistas que nacieron de las guerras. Las tácticas que Gandhi o que Mandela usaron para trasformar sus países se han banalizado tanto o más que las figuras de Che Guevara o de Fidel Castro durante la guerra fría, cuando el territorismo de izquierdas estaba de moda.

Estigmatizar la violencia o reducirla a sus manifestaciones visibles, empobrece el pensamiento, pero nos evita la molestia y el riesgo de posicionarnos ante las injusticias. Esto se ve bien en Catalunya, donde la falta de argumentos para desacreditar la idea de la independencia hace que los muertos acumulados por la historia se utilicen de espantajo para matar el debate democrático, una vez se ha visto que la corrupción y los pobres no daban para tanto. 

Los líderes procesistas utilizan el miedo que da la violencia para tapar sus mentiras. Incluso lo emplean contra ellos mismos para asegurarse victorias morales vacías de contenido, que les sirven para ganarse la compasión de algunos votantes. Los españoles, por su parte, la usan para amenazar los catalanes de una manera subrepticia, que no cuestione su democracia ni favorezca discusiones que pongan en entredicho sus límites. 

La paradoja es que, cuanto más pacíficos decimos todos que somos, más monstruos despertamos y más cerca estamos de generar una situación explosiva. La violencia es uno de los recursos que el hombre tiene para defenderse. No se le puede hacer una enmienda a la totalidad, sin dejar el individuo a merced de los abusos de poder. Igual que en el cuento del pastor y el lobo, a medida que la usamos de espantajo para reprimir discursos y actitudes, la banalizamos y las posibilidades que un día nos coja con la guardia baja aumentan. 

La no violencia no existe, igual que no existe el no nacionalismo, ni existen los órdenes políticos eternamente estables. Todo el mundo tiene sus intereses y todo el mundo está sometido a la tentación de aprovechar el poder que tiene al alcance de forma abusiva y poco inteligente. Es sabido que muchos de los criminales de guerra del siglo XX eran hombres generosos en la intimidad. Si el sentimiento de impunidad que alimentaron sus abusos hubiera recibido a tiempo una respuesta bien proporcionada, todo el mundo habría ganado. 

A pesar de que se diga el contrario, el objetivo de nuestros líderes pacifistas no es evitar que haya muertos en la calle; sobretodo es impedir que aparezcan soluciones que perjudiquen sus intereses. Si has renunciado a la independencia antes de hacerla, es más gratificante decir que has evitado un baño de sangre, que no arriesgarte a quedar en evidencia. Así mismo es más fácil demonizar la vía eslovena que no recordar que el ejército el español todavía es el brazo armado de los castellanos.

A copia de frivolizar el pasado, para ahorrarnos de afrontar los conflictos heredados, hemos frivolizado el futuro y, sin esperanza en el futuro, la violencia resulta un misterio todavía más doloroso y fácil de pervertir por parte de todo el mundo. El rechazo totalitario que se hace me recuerda que cuando los hombres solo piensan a evitar el dolor, se suelen perder por el camino que creían que los salvaría. A ver si a base de convertir la violencia en la excusa de todas las renuncias, al final se convierte en la propuesta estrella de un programa electoral o de un espacio televisivo.