La escena más famosa de Bambi es aquella en la que los cazadores matan a la madre, pero la más educativa es la que viene después, cuando el padre encuentra al hijo, contempla a su esposa muerta y dice, antes de marcharse, con la voz viril y serena: "Vámonos, Bambi". Entonces el pequeño ciervo se aleja del cuerpo de la madre vacilando detrás de los pasos de su padre, que se adentra en la selva sin mirar atrás, con los cuernos dignos y majestuosos.

La escena nos enseña que hace falta una elegancia de espíritu considerable para dejar descansar a los muertos y distinguir los problemas que pueden tener una solución de los que, sencillamente, ya no tienen. El mundo exterior nos da la fuerza material, pero la fuerza espiritual la sacamos de nuestro mundo interior, de la oportunidad que la inteligencia y la sensibilidad nos ofrecen para destilar un orden del caos, incluso cuando el futuro pinta muy negro y los zombies intentan perseguirnos.

Morirse puede ser doloroso e inoportuno, pero dejar descansar en paz a los difuntos tampoco no es muy fácil. Los médicos hace rato que han dado a aquel hombre por traspasado, pero la hija todavía le hace friegas en las manos para calentarlas, aunque hace años que el señor no habla ni camina. El marido descansa dentro de un tarro de cenizas desde hace un año y de repente aquella señora, que es una mujer valerosa, empieza a preguntarse por qué no miró dentro del ataúd antes de entrar en el crematorio.

—Y si se equivocaron y pusieron a otra persona?

Cuando alguien desaparece de nuestra vida, la cabeza nos hace putadas y el mundo se vuelve más confuso de lo que ya era. El hueco chupa el pensamiento hasta el punto de que la geografía que antes iluminábamos con nuestra energía tiende a llenarse de tinieblas. Yo no sé si en el universo hay agujeros negros, como explicaba Stephen Hawking, pero seguro que están en cualquier vida sentimental. Por eso hay personas que, después de un trauma, te parecen irreconocibles, como si el dolor les hubiera transportado a la otra punta de su universo y de repente se encontraran a años luz de ti.

No hay nada más adictivo que el amor y al mismo tiempo no hay nada más real y absoluto que el significado que las personas que más queremos dan a nuestra vida. Por eso, cuando perdemos a alguien importante, nuestras jerarquías se tambalean y algunas partes de la existencia cogen el aire inconsistente de un sueño. La muerte nos recuerda que no solo no tenemos ningún control sobre el mundo, sino que ni siquiera controlamos del todo quiénes somos nosotros ni por qué motivo amamos a unas personas más que a otras.

Los vivos a veces necesitamos llorar a los difuntos para asustar el miedo que hace enfrentarse al vacío y a la incertidumbre. Pero amar es querer que el otro viva con toda su plenitud y me cuesta creer que haya ningún muerto que necesite que lloren para él o que le rindan homenajes todos los días. El padre de Bambi deja caer una lágrima de cocodrilo cuando dice a su hijo que su madre no volverá. Pero hay gente que, para no hacer el esfuerzo de madurar, se conforma en vivir de los trastos de un pasado que nunca acaba de enterrar, ni intentar comprender.

Entonces tienes esa caravana del dolor llena de maestros de los gestos simbólicos que degradan todo lo que tocan en nombre de una complejidad que solo es el espejo de su pequeñez y cobardía. La gracia de los cadáveres (y da igual de qué tipo sean) es que siempre nos acaban recordando que las cosas que nos convendrían más saber se encuentran justamente allí donde nos da más miedo mirar.