España ya ha decidido destruir la autonomía a la vista de que no puede controlarla. Es cuestión de tiempo que el régimen de Vichy se muestre a los ojos de los catalanes con toda su crudeza grotesca y pueril. El terrorismo es la última bala de Madrid para intentar estabilizar el Estado en las próximas elecciones, pero tampoco creo que la jugada salga bien porque Catalunya no es el País Vasco, ni estamos en 1978.

Como ya vaticiné hace más de un año cuando Quim Torra fue investido, el president pronto se verá obligado a decir que ha hecho lo que ha podido para defender la libertad de Catalunya con algún gesto grandilocuente que salve su honor. Los patriotas serán expulsados de los comederos que la Transición creó para tenerlos dormidos o se adaptarán a los principios del nuevo movimiento constitucionalista. El terrorismo servirá de excusa para todo, pero no solucionará nada.

Es cuestión de tiempo que Torra tenga el 1939 que tanto ha estudiado, en versión de vodevil. Si los partidos se hubieran tomado la autodeterminación seriamente, el discurso sobre las sentencias y las detenciones sería más sencillo de hacer. Cuando estalló el caso Pretoria en plenas consultas populares, o cuando Jordi Pujol confesó sus mierdas, antes del 9-N, ya advertí de que el problema importante no era la corrupción sino el conflicto nacional.

Después de la manera como el Estado ha tratado el derecho a la autodeterminación, votada en el Parlament desde 1980 varias veces, y contemplada por el PSOE, cuando era antifranquista, ningún catalán se puede sentir seguro con la justicia española. Durante la campaña electoral del 21-D, convocada por Rajoy, ya dije que el régimen autonómico estaba muerto y que todos los intentos de resucitarlo irían hundiendo el prestigio de los partidos y de los intelectuales que les hacen el juego. 

Hemos caído más abajo de lo que muchos se imaginaban hace solo un par de años y todavía estamos lejos de tocar fondo. Los articulistas catalanes que dependen del Ibex-35 ya escriben como si vivieran en una dictadura, saqueando a los clásicos y contando el mundo del revés, cuando consiguen hacerse entender. Los españoles gastan una flatulencia manida y conocida, que me recuerda por qué el periodismo en castellano del siglo XX es casi un desierto.

La aparición de Íñigo Errejón llega con cien años de retraso y no mejorará las cosas, incluso aunque salga bien parado de las elecciones de noviembre. El azañismo, igual que el pujolismo, són una rémora del pasado, un experimento fallido, una escaqueada que ha perdido la capacidad inspiradora otras épocas. Si Mónica Oltra se siente cosmopolita junto a Errejón es porque su familia pasó hambre pero sobre el recuerdo del hambre solo se puede construir China.

Para constatar la destrucción de la vida autonómica basta con poner TV3. La televisión pública se ha convertido en una máquina de fabricar sermones disfrazados de discurso científico. Sus editores ya no tienen suficiente con poner a una feminista o a un pederasta arrepentido en cada telediario. Para disimular los insultos sistemáticos que profieren contra los enemigos tradicionales de España, también han empezado una campaña contra el alcohol y el tabaco.

La televisión autonómica, que era una fuente de inspiración y un referente de modernidad en la Catalunya postfranquista, se ha convertido en la correa de transmisión del puritanismo que exige cualquier normalidad autoritaria. El catalán, huérfano de instituciones otra vez, se puede volver a concentrar en hacer dinero y tener hijos. A pesar de la profunda crisis que vive el mundo occidental, nunca la represión había sido tan dulce, ni el mundo nos había ofrecido tantas alternativas a la absurdidad de dejarnos consumir en el sótano de la vida española