Barcelona será la gran prueba de autenticidad de Aliança Catalana. Solo en la capital sabremos si el partido es una reliquia del pasado, revestida con el discurso de moda, o una herramienta realmente política, capaz de hacer avanzar el país y construir un poder real. Los discursos de Sílvia Orriols en el Parlament pueden levantar muchas pasiones y recoger muchos votos. Pero si el partido no tiene capacidad de entrar en Barcelona sin bajar el listón, si no se ve capaz de repetir la audacia de Ripoll, se le verá el plumero. Le pasará como le pasó a CiU después del 9N, o a ERC después del 155, cuando La Vanguardia quería que Oriol Junqueras fuera el nuevo Virrey.

Barcelona es el epicentro de la ocupación y se ríe de las frivolidades y de los trucos retóricos de los perdedores. Primàries fue un éxito dentro de su fracaso porque tuvo la generosidad de no ir a quitar votos a Convergència, ni se dejó llevar por la fiebre feminista de la izquierda. Un día, Jordi Graupera dio un discurso demasiado apasionado contra la corrupción y todos los que le ayudábamos hicimos ver que no le oíamos. En Barcelona, hay que empezar de cero, mucho más de cero de lo que Orriols tuvo que empezar en Ripoll. Hay que ir al corazón de la historia del Eixample y cambiar los términos del debate sin esperar que te aplaudan el primer día.

Hemos agotado el margen que la Renaixença cultural nos dio para hacer ver que podíamos hacer política. Hemos necesitado 150 años, dos dictaduras, una guerra civil y tres golpes de Estado, para normalizar que los catalanes sepan leer y escribir en su lengua —y, por tanto, pensar. El éxito de Pujol es que, hoy, hasta el mejor columnista del ABC tiene que mantener una columna en catalán para poder ser alguien en el país. Hay muchas pruebas de que la Renaixença cultural ya ha hecho su trabajo. Una de las más divertidas es que las fiambreras de macarrones reblandecidos —con salsa rojigualda— que Jordi Amat saca para legitimar el franquismo sociológico ya no están escritas en castellano.

Si CiU me hubiera hecho caso en el año 2000, cuando advertí que el catalanismo estaba acabado y Amat se preparaba para escribir Las voces del diálogo, nos habría ido mejor. Entonces ya se veía que necesitábamos una Renaixença política, que dejara las metáforas para los cantantes y los escritores. Ahora se ve más claro porque el procés y la tecnología han llenado Catalunya de editoriales independientes y yo mismo puedo vivir sin depender de ninguna institución autonómica. Ahora lo que necesitamos son políticos que lleven el país a Barcelona, como hicieron Gaudí y Verdaguer con la cultura, y que lo hagan con ese punto de fanatismo que hace falta para sobrevivir a los cambios de época.

En Barcelona, el candidato de Aliança tiene que hacer sentir la historia de la ciudad con la misma fuerza que Orriols ha hecho sentir la del país

Si Aliança renuncia a presentarse en Madrid, pero tiene una doble vara de medir en Barcelona y en Ripoll, los discursos de Orriols perderán su magia. Adaptarse a los esquemas barceloneses, sin ir a Madrid, será como hacer pujolismo en pequeño: convertirá las intervenciones de la alcaldesa en un concurso de Jocs Florals. En Barcelona, el candidato de Aliança tiene que hacer sentir la historia de la ciudad con la misma fuerza que Orriols ha hecho sentir la del país. De lo contrario, mejor no presentarse. Hasta ahora, Orriols ha salido adelante porque no ha querido ser más lista que los votantes, que es lo que les ha pasado a todos los políticos del país, incluido a Graupera cuando se sintió desesperado. Por desgracia, los globos sonda que circulan por los diarios no prometen nada bueno.

Barcelona impone respeto, pero la clase dirigente que gobierna la ciudad está espiritualmente hundida. Los discursos de la culpa que sirvieron para mantener a Europa subyugada al comunismo y a Estados Unidos, en Barcelona los han impuesto la cultura castellana —por eso El País y La Vanguardia necesitan cada vez más catalanes para propagar la confusión—. El trumpismo pasará, pero los problemas que ha servido para denunciar deberán resolverse tarde o temprano. Basta con mirar hacia Francia, que ha sido el foco principal de propaganda de la Guerra Fría, para entender cómo acabará España, si la lengua catalana no es capaz de articular una idea propia del país y del poder.

Este es el trabajo que hay que hacer, y no importa si tardamos un siglo, porque no tenemos ninguno mejor. Alemania e Italia, igual que Catalunya, también tendrán que empezar de cero, como lo hicieron Polonia o Hungría, después de la caída del muro de Berlín. Cuando intentas hacer tabula rasa, al principio es difícil, y los zombis se ríen mientras se van hirviendo al baño María. En vez de bunkerizarse y hacer tantos cálculos, Orriols y su entorno deberían abrirse a la savia nueva, animar a los catalanes que se han marchado al exilio, y rehacer las redes de talento que rompió el 155. Lo importante es poner en marcha una discusión paralela sobre Barcelona que implique al país y aborde sus problemas desde la concreción —y la profundidad— que da la catalanidad.

Si Aliança se equivoca con un candidato o tiene problemas por falta de experiencia, no lo pagará tan caro como si traiciona el espíritu rupturista que le ha dado una oportunidad. Barcelona es una obra del país. Hacía tiempo que no existía una ocasión tan clara de empezar a demostrarlo sin sufrir por los resultados electorales. Todas las concesiones que se hagan ahora, al marketing o a la moderación, las arrastraremos durante décadas, igual que arrastramos las de la Transición, pero en un contexto más negativo. Es normal, pero también es peligroso, que te entre miedo a perder cuando todavía no has ganado. Si Orriols quiere llevar la abstención a las urnas, tiene que disputar los símbolos a las élites barcelonesas con el mismo coraje que ha demostrado contra el rey de Marruecos.

En una época de confusión y de temblor de piernas, la claridad que el coraje da a la gente inteligente, lo es casi todo.