Ir a ver Maixabel, la última película de Icíar Bollaín, es una experiencia cautivadora. Con el corazón en un puño, los espectadores asistimos a la voluntad de reconciliación entre una víctima y su verdugo: la presencia del dolor compartido y la restitución por la palabra que cura están tan magistralmente narrados que nadie sale indiferente. Nadie. Los hechos son conocidos. El año 2011, con la Conferencia de Aiete, ETA se disolvía definitivamente y dejaba de matar; eso intensificó la llamada vía Nanclares, gracias a la cual algunos de los treinta presos arrepentidos de ETA pedían encontrarse con sus víctimas para reconocer el daño causado. Este proceso restaurativo se acabó en seco el año siguiente con la llegada al poder del PP de Rajoy. Punto y final.

Pero el dolor sigue allí, enquistado, y Euskadi y España todavía se lamentan. El pasado 18 de octubre, Arnaldo Otegi, con motivo del décimo aniversario de la disolución del grupo terrorista, hace unas declaraciones largamente comentadas en los medios de comunicación donde reitera el final de la lucha armada, pide una solución para el problema de los presos, reconoce el sufrimiento de las víctimas y el sin sentido de la vía de la violencia: "Hoy queremos hacer una mención específica a las víctimas causadas por la violencia de ETA. Queremos trasladarles nuestro pésame... Sentimos su dolor, y desde este sentimiento sincero decimos que nunca se tendría que haber producido... Nada de lo que digamos puede deshacer el mal causado, pero estamos convencidos de que al menos es posible aliviarlo desde el respeto, la consideración y la memoria... nos comprometemos a tratar de mitigar su dolor en la medida de nuestras posibilidades. Siempre nos encontrarán dispuestos a hacerlo."

Para la derecha española estas palabras de Otegi son una muestra de cinismo, inaceptables porque no pide perdón y porque en el fondo piensan que la única restauración posible para la víctima pasa por la aniquilación y el castigo bíblico sobre el victimario. Revancha. Pero para Maixabel Lasa, la protagonista de la película, viuda de Juan María Jáuregui asesinado por ETA en 2000, son palabras bien recibidas por las víctimas y necesarias para que la izquierda abertzale haga autocrítica del uso de la violencia utilizada. Esta lucidez personal (y política) de la que fuera directora de la Oficina de Atención a las Víctimas del Terrorismo ―entre 2001 y 2012― es la que nos muestra la película, cuando acepta participar en los encuentros con sus verdugos. Lo importante de estos encuentros no es que aquellos se rediman a través del perdón otorgado por la víctima, porque no se trata de ninguna "confesión" y el "perdón" es un concepto demasiado cristiano que forma parte de la intimidad de cada uno (tal como la propia Maixabel reconoce en una entrevista reciente en Público, 18 de octubre). El objetivo es poner en práctica una noción de justicia restaurativa en la cual los victimarios reconozcan el sufrimiento causado con su violencia, se arrepientan y asuman su responsabilidad, para que eso sirva de restitución a las víctimas. Humanizarse mutuamente, reconociéndose en la memoria del dolor que comparten, les permite comprenderse y alcanzar una manera de hacer justicia que les abre la posibilidad de una "segunda oportunidad". La tarea ética es inmensa y un auténtico "campo de minas" que, sin embargo, puede propiciar, en términos políticos, un arendtiano "nuevo inicio" para los dos.

Es un hecho que los gobiernos españoles se niegan a reconocer, como han hecho los etarras arrepentidos, que han actuado con violencia, que también tienen sus terroristas que tendrían que asumir responsabilidades en nombre propio y en nombre del estado por el cual mataban

¿Por qué un proceso de restitución tan valioso ha dejado de hacerse y de promoverse por los gobiernos españoles como herramienta de pacificación? ¿Y para cuándo un proceso similar en el caso de los GAL y del terrorismo de estado? En la entrevista mencionada, Maixabel recuerda que no se trata de ser "equidistante" (corsé ideológico que limita la capacidad de reconocer la violencia allí donde se genera, ¡y que en Catalunya hemos sufrido especialmente!), sino que apela también a los responsables de la "guerra sucia" del estado español: "los GAL, el Batallón Vasco-Español, la Triple A, la extrema derecha" para que digan la verdad sobre el terrorismo de estado y "reconozcan lo que pasó en este país", y que todavía sigue pasando, como lo certifican el caso de los jóvenes de Altsasu en 2016 y la violencia policial y judicial desatada en Catalunya desde octubre del 2017.

¿Podemos imaginar una nueva película de Icíar Bollaín relatando (ni que sea en la ficción) un encuentro restaurativo entre un verdugo de los GAL o del oscuro cuartel de Intxaurrondo y una de sus víctimas, un familiar de Lasa o Zabala, por poner por caso? ¿Verdad que cuesta? Y es que el estado español ha generado anticuerpos muy potentes para no tener que admitir la violencia que promueve. Preservar la unidad de la patria y los intereses económicos asociados ha sido motivación más que suficiente para hacer un uso ilegítimo de la violencia en la eliminación no del adversario político sino del enemigo. Y para hacerlo hay que recorrer el camino inverso a lo que promovían los encuentros: al enemigo se lo deshumaniza, y así ya no hay posibilidades de restitución ni ninguna voluntad de darse una segunda oportunidad, porque con el enemigo no se hace justicia sino que se busca aplastarlo. Es un hecho que los gobiernos españoles se niegan a reconocer, como han hecho los etarras arrepentidos, que han actuado con violencia, que también tienen sus terroristas que tendrían que asumir responsabilidades en nombre propio y en nombre del estado por el cual mataban. Todo lo contrario, el Estado condecora a "sus terroristas" y los máximos responsables políticos se vanaglorian públicamente de la legitimidad de la violencia que ejercieron. Como Rafael Vera, exsecretario de Estado para la Seguridad y condenado por los GAL, que en unas declaraciones de este octubre en La Sexta no sólo no mostraba ningún arrepentimiento, sino que argumentaba que en la lógica de la guerra se busca la eliminación física del enemigo. Punto. La impresión de impunidad, de quien se sabe protegido por el poder y por el aparato represivo del Estado (Ministerio del Interior, Guardia Civil, Policía Nacional, servicios de inteligencia...), hace pensar sin ningún tipo de duda que lo volvería a hacer.

Por eso cuesta tanto imaginar a Vera, a Barrionuevo, a Elgorriaga, a Rodríguez Galindo, a Felipe Bayo y a muchos otros instalados "en el sol y en la sombra" asumiendo su responsabilidad individual, como persona, y como funcionario del estado español; reconociendo el daño y el sufrimiento causado en sus víctimas y dispuesto a llevar a cabo un acto de justicia restaurativa. Nada raro o nuevo si pensamos que la misma resistencia que tienen en reconocer el terrorismo de estado en el caso de ETA, les ha impedido reconocer a día de hoy que la dictadura franquista fue originada por un golpe de estado violento e ilegítimo que todavía tiene miles de víctimas por desenterrar. Estas víctimas también esperan que se les haga algún tipo de justicia.