Si tenemos que hacer caso de los pronósticos más pesimistas que auguran que la salida de la pandemia irá acompañada de una nueva crisis económica, entonces las mujeres de este país ya podemos ponernos a temblar. Porque si el capitalismo se siente amenazado, entonces el trabajo de las mujeres está en peligro. Mirémoslo con un poco de perspectiva.

Históricamente, el patriarcado ha recluido a las mujeres en el hogar y las ha confinado a hacer los trabajos de reproducción de la vida, los que Hannah Arendt (en la Condición humana) denomina la labor: trabajos repetitivos y a menudo poco creativos, invisibles porque se llevan a cabo en el espacio de la privacidad, y por lo tanto no remunerados. Sin embargo, tareas de cuidado absolutamente indispensables para el mantenimiento de la vida y sin las cuales el trabajo asalariado fuera del hogar (fundamento del capitalismo productivo) sería imposible. Esta situación cambiará a lo largo del s. XX (debido a la Revolución Industrial y a las dos guerras mundiales), cuando las mujeres salen del hogar y empiezan a ocupar parte del mercado laboral. Entonces aquellas tareas propias de la mujer laborans se externalizan y pasan a ser asumidas por el llamado estado del bienestar: millones de mujeres asumiendo tareas de cuidado en la sanidad, la educación, los servicios sociales... en el ámbito productivo y asalariado. Con ellas nació la "Madre-Estado", pero no un aumento de su visibilidad o consideración económica y social. Y es que la feminización de un colectivo profesional implica siempre, más pronto que tarde, un aumento de su desprestigio. Cuanto mayor es el número de mujeres que trabajan en un determinado segmento laboral, más infravalorado está por la sociedad y por el mercado, es decir: a más personal femenino, menos valor social y menos retribución salarial. Mientras que el poder económico y político (que regula a alto nivel la cosa pública) está en manos masculinas, las tareas sanitarias, educativas y sociales de cuidado "a pie de calle" están en manos femeninas, porque se considera que son la ampliación "natural" del hogar en el espacio público del trabajo. Y como se promueve la idea esencialista de que a las mujeres se les supone una capacidad de entrega abnegada que las hace más aptas para llevar a cabo de manera vocacional estas tareas, no hace falta que sea demasiado retribuible.

Si como sociedad nos creemos que las tareas asociadas al cuidado y a la vida son imprescindibles, entonces tenemos que exigir que las personas que se ocupan de ellas, que son sobre todo mujeres, tengan el prestigio y el salario que se merecen

Un reciente estudio de la Cambra de Comerç de Barcelona sostiene que "el 65% del personal en la lucha contra el virus son mujeres" (titular aparecido en este diario el 14 de abril). Pero si lo leemos con detenimiento, aparecen unos datos que merecen un poco de reflexión. En nuestro país el 70% del colectivo sanitario, hospitalario y farmacéutico son mujeres; el 84% del personal que trabaja en residencias de personas mayores y para personas con enfermedades y discapacidades son mujeres; el 80% del personal en servicios sociales de apoyo a los más vulnerables son mujeres; el 64% de los empleados de alimentación y productos básicos son mujeres; el 86% de empleados que trabaja en el servicio de limpieza son mujeres (y añadiría que el 72% de los profesionales que se dedican a la educación no universitaria también son mujeres). Por lo tanto, casi todos aquellos trabajos que el decreto del estado español ha decretado como esenciales durante el confinamiento dependen del trabajo femenino, y en momentos de riesgo para la vida del colectivo es cuando se hace visible el trabajo hecho —siempre y ya antes— por todas ellas.

¿Pero eso quiere decir que se le da valor? En absoluto. Los discursos políticos elogian cada día el trabajo sacrificado que hacen todos estos colectivos y la ciudadanía salimos cada día en los balcones a aplaudirlos en agradecimiento por mantenernos en vida. Pero es evidente que con eso no basta. Algunas voces piden que se les recompense económicamente y con más días festivos por el esfuerzo ingente que ahora están haciendo, tal como parece que ya se hace en otros países europeos (¡y al mismo tiempo en nuestro país se les pone en peligro con materiales sanitarios inexistentes o ineficientes!). Pero es que con eso tampoco basta. Es necesario un cambio de paradigma radical. Si se trata de trabajos tan esenciales, entonces el sistema productivo también las tiene que considerar como tales y darles un prestigio social, un reconocimiento político y una retribución económica que esté a la altura de su importancia. Y no ahora en plena pandemia, sino siempre. De hecho, se trataría de recuperar un estado del bienestar que en nuestro país nunca llegamos a tener, porque la anterior crisis económica del 2008 lo impidió; y lo hizo sacrificando mayoritariamente el trabajo de las mujeres: la temporalidad laboral, la economía sumergida, la precariedad, la reforma laboral que promueve la flexibilidad (y los llamados minijobs), los despidos en el sector público... todas estas disfunciones económicas ya afectaron gravemente al mundo laboral femenino, y amenazan con volver a hacerlo cuando los poderes económicos decreten que se ha mitigado el peligro de la pandemia y podemos volver a trabajar.

Si como sociedad nos creemos que las tareas asociadas al cuidado y a la vida son imprescindibles, entonces tenemos que exigir que las personas que se ocupan de ellas, que son sobre todo mujeres, tengan el prestigio y el salario que se merecen. Si sin ellas el sistema económico de mercado se detiene de golpe y entra en colapso (como ha demostrado la crisis del coronavirus), quizás que reclamemos que, de ahora en adelante, la Madre-Estado deje de estar en precario. En términos de Judith Butler, si queremos que el mundo sea "habitable" para todos los ciudadanos, será necesario que exijamos que, en último término, la miseria deje de ser un nombre femenino.