Esta semana la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, ha propuesto que el liderazgo de Rajoy sea sometido a una votación directa de la militancia del PP en el próximo congreso del partido. Por descontado nadie se lo ha tomado seriamente. Los diarios se han limitado a aprovechar la ocasión para volver a alabar al hombre que les paga las facturas, a pesar de que odia a los periodistas.

La salida podemita de Cifuentes es importante no por el contenido, sino por la comedia. Con la decapitación de Sánchez y la lucha de pollos que sufre Podemos, el PP se ha quedado sin oposición y tiene que cantar todas las voces del aleluya. Ahora mismo el único adversario de Rajoy es el independentismo, cosa que puede acabar dejando a los podemitas en una situación todavía más triste, cuando Catalunya saque adelante el referéndum.

Desde la época de Felipe González, ningún partido había tenido una posición tan fuerte en el panorama político español, como la tiene ahora el PP. La diferencia es que, en los tiempos de González, los partidos eran organismos fuertes y vivos, capaces de cuadrar al ejército y de socializar el bienestar, mientras que ahora son instrumentos de propaganda en descomposición que no saben como responder a las corrientes sociales de fondo.

El teatro podemita de Cifuentes trata de dar cobertura al punto débil más folclórico del PP, que es la legitimidad democrática. Cifuentes se luce y de paso introduce la discrepancia como si fuera una vacuna. El negocio es banal pero perfecto, y muy propio de los políticos de revista rosa que viven del futuro de los electores, igual como los banqueros de antes de la crisis vivieron del dinero de sus clientes.

El problema del PP no es la democracia, sino que ha destruido la izquierda para conservar el poder y controlar la respuesta del Estado a Catalunya. La idea de la independencia despierta tantos fantasmas y resulta tan inconcebible que Rajoy ha conseguido hacer creer a los españoles que es un gran conservador, cuando justamente se ha comportado como un heredero hedonista, hipotecando el futuro y desertizando el presente.

Aznar es el único que parece ver que la deriva socialdemócrata del PP empobrece a la política española en un momento importantísimo, en el cual se ven nubarrones en el horizonte y el problema catalán se europeíza. Aunque dice lo contrario, es posible que piense que la única forma de controlar las tentaciones de su partido de aprovecharse de la situación de Catalunya sea crear otra formación más a la derecha, que condicione el arco parlamentario español y de paso ponga Ciudadanos bajo una órbita más madrileña.

Hasta ahora Rajoy ha gobernado como Franco, aprovechando el miedo que los adversarios tienen al Estado para folclorizarlos. El problema es que sin una oposición que lo justifique, Rajoy puede acabar consumido por su propio carácter resistencialista. De momento, tiene gracia que el PP se vaya convirtiendo en aquel Partido del Presidente que tantos creían que acabaría liderando Artur Mas, cuando el procesismo controlaba a los partidarios de la autodeterminación.